De la palabra acre aprecio su limpia brevedad y, al tiempo, esa determinación para nombrar lo que disgusta o repele. Es de concisión obsequiosa, que complace al que la entiende y enerva a quien no la contiene entre sus prendas léxicas. Paradójicamente, el superlativo de acre es acérrimo, vocablo que asienta lo decidido, convencido o tenaz que se puede ser en la consecución de algún propósito. Por no desplazar su primario sentido negativo, acérrimo también suele usarse como sectario o intransigente. Yo prefiero usar desabrido, que apela a la misma raíz de sabor que lo meramente acre, pero impone una fiereza silábica mayor: su alcance es más intimidatorio, si me permiten. Ahí quería yo llegar, a lo afilado de las palabras o de los adjetivos, más atinadamente, a su condición de herramienta cortante, que separa y aparta. Hay palabras que se aplican con esa intención hiriente, más que pedagógica. La que hoy me ocupa (gracias de nuevo, Pedro) es obsecuente, que viene a mostrarnos cierta conveniencia a la hora de granjearnos la cercanía o el agrado de alguien, mostrando una amabilidad fingida, las más de las veces, exagerada, hecha a que se la apruebe y hasta elogie. El obsecuente es, en términos vulgares, el pelota, el lameculos, el adulador, el zalamero, el servil, adjetivos rastreros todos ellos. Siempre fueron tiempos de lisonja, de dar coba, de hacer las carantoñas precisas para que lo que anhelamos se nos conceda. La obsecuencia se la tiene como ciega, hecha a no aplicar conciencia a lo que hace, sino puro interés. Se obnubila el gesto, se arredra el ánimo, se entorpecen las ideas. Solo hay inercia, obediencia y euforia. Hay obsecuentes en todos los gremios de lo público, entiendo que más en lo privado. Cuando uno es obediente, manso, cumplidor, sumiso, dócil o se rinde con disciplina a lo que se le pide o exige, adquiere el rango de obsecuente, aunque no tenga conocimiento de esa propiedad sobrevenida. No hay que confundir la obsecuencia con la condescendencia. Aquel que condesciende tiene discernimiento propio, sabe a qué expone su repentina amabilidad, hasta podría zanjarla y arrogarse la posición opuesta, la de la intransigencia, la de la intolerancia. Se empecina el obsecuente en su eterno beneplácito para medrar o para no desentonar más de la cuenta. Es anuente, aprobatorio, aquiescente. Pienso en José Luis López Vázquez en la divertida Atraco a las tres como cajero de banco que se embelesa cuando visita la sucursal una mujer espléndida, vedette a la que admira, con la intención de abrir una cuenta corriente. "Fernando Galindo, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo", le dice cuando ella ha hecho su imposición monetaria, muy extraordinaria, recuerdo. No sé si un superlativo convendría para el adjetivo de marras. No creo que haya grados en la perfección. Siempre me pareció malsonante que alguien dijera perfectísimo. También me chirriaba (lo hace todavía) purísima, aplicado a vírgenes de templo. No se puede ser ir más arriba cuando se ha llegado a la cima. Si el superlativo expresa el significado de un adjetivo en su intensidad mayor, no cabe que lo puro tenga grados. Si un punto de pureza se pervierte, se desprende de ella. También lo perfecto, lo que está acabado o no tiene mejora posible. A Fernando Galindo no se le pueden aplicar estas frivolidades lexicográficas. Él es el emperador de la obsecuencia, el que sirve de patrón, al que todos debemos anuencia.
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