Bielorrusia, frontera con Polonia, 1943. Como en los cuentos tradicionales, un niño buscará un objeto mágico que lo haga entrar en la aventura, que en este caso no es lúdica, tampoco ninguna a la que él desee entrar: es la guerra y la herramienta de aceptación entre los jugadores es un fusil que represente su voluntad de luchar. El niño crecerá en el horror, se hará un hombre entre las aldeas quemadas y los cuerpos rotos.
En Ven y mira, la película de encargo que Klimov filmó para celebrar el cuarenta aniversario de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, se contiene todo el cine bélico anterior y contendrá el que venga en adelante. Es corriente que se diga que las mejores películas bélicas son antibelicistas, dramas puros y de cruenta solvencia que exhiben descarnadamente las miserias de la guerra, toda su barbarie, toda esa locura que se le atribuye.
Ven y mira es incómoda, no recurre a nada que la congracie con una narración que case con muchas otras grandes obras del género, en las que se primaba la escaramuza meramente militar o la planificación de los altos mandos o la culminación de una empresa (tomar una posición, salvar a alguien preso, asesinar a un destacado enemigo). Su empeño es documentalista, su afán es descriptivo. Podría ser la guerra de la que se habla (el final de la Segunda Guerra Mundial) o cualquier otra, a desgracia nuestra poder contar con tantas. Se añade que no hay héroes de un bando, no hay una propaganda triunfalista, no hay un mensaje panfletario: todo es símbolo de la tragedia, restitución firme y severa del horror al que el hombre es capaz de llegar en una contienda.
Ven, mira: ese es el verdadero recado de los autores: no se recrean en el mostrar, se limitan a enfocar y a seguir el fluir de los acontecimientos. Lo maravilloso del cine es que hay lecturas abiertas, de fácil comprensión por cualquiera, avezado o no, y hay otras que funcionan más ocultamente, que nos hacen ver adherencias, afinidades, deudas, gratitudes, homenajes. En el cine de Klimov, esta es la única película suya que he visto y juro que no la voy a olvidar jamás, está Tarkosvki, su surrealismo, está la opulenta herencia del mejor cine de la URSS cuando era la URSS: los personajes son absolutamente antológicos, ocupan toda la pantalla, su rostro ocupa toda nuestra atención, advertimos cómo envejece (el niño lo hace de una manera sobrenatural) y hasta parece que se nos haya proporcionado una silla de espectador para que asistamos a la representación teatral (sabemos que es ficción, aunque restituya algo real, tangible, dolorosamente vivido) de esa historia que se nos cuenta.
El niño no se va de la cabeza, no se irá nunca. La brutalidad que le circunda y le concierne está en su progresivo deterioro psíquico, no se zafará de ella, permanecerá indeleble, como una cicatriz en la memoria, como un tajo en los ojos, aunque el final (que no es conciliador) depare un cierto afecto por la esperanza y el niño (Florya) se aparte del mal y nos haga creer que podrá salir y empezar de nuevo. Las atrocidades de la guerra se pueden abordar desde una dimensión humana, pero no hay demasiada humanidad en ella, ninguna tal vez. Todo es real en Ven y mira, hasta las balas que se usan o las vacas muertas en el campo (ese ojo que hablarnos en una de ellas). Las vejaciones son reales, aunque las planifique un director y se encomiende a la fotografía dar con un color más dramático, más creíble, más práctico. El propio actor que da vida al niño, no versado, cogido entre los que no tenían experiencia cinematográfica alguna,
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