Fotografía: Mary Ellen Mark
Esta fotografía está tomada antes de ser Frank Booth, ese tipo con un inhalador que lleva el odio en los ojos. Hablo de un odio puro, uno al que solo puede dar réplica en una pantalla gente a la que la vida ha zarandeado lo suficiente. David Lynch, otro perturbado, otro investigador del abismo, lo reclutó al percatarse del sesgo ido. A Dennis Hopper la vida lo curtió al modo en que se curten quienes merodean el abismo, lo miran desde arriba y terminan cayendo. La de los descensos (un abismo, el alma, el cuerpo) es una disciplina dura a la que no se accede sin que exista una vocación. Luego está el trabajo, la aplicación en el oficio. En esa forma de vivir, amigo de pendencias tóxicas, murió tras años abnegados de sobriedad y mesura. Hopper fue ese montón de personajes que hizo, pero también la persona, la disidencia del Hollywood al que casi nunca se plegó. Brilló como director en una película sobresaliente, Easy Rider, y emuló, tras trabajar con él en Al este del edén, a James Dean. Como Yul Brinner, fue un entusiasta de la fotografía. Registró a cientos de estrellas el cine. Imagino que se dejaban atrapar por su copiosa cháchara y su natural frescura. Hizo películas infames para pagarse la vida de cocaína (la escogió por ser la droga de los reyes) y divorcios a la que siempre se inclinó. Cuando un viaje de peyote lo dejó más al borde del abismo que nunca, se recompuso. Se hizo con una más que decente de obras de arte. Las pagó con encargos mediocres, si no abiertamente malos: cambió a James Dean o Marlon Brando por Nicolas Cage. Se le desterró, nadie recordó su talento absoluto. Para ver el desempeño de lo perverso hay que contemplar a Frank Booth en Terciopelo azul aspirando el éter de la locura a través de un cilindro de gas, pero yo prefiero un papel sencillo que representa la capacidad dramática de este actor inmenso. Sucede en True romance, aquí nefastamente titulada Amor a quemarropa. Hopper es Clifford Worley. Un agente de seguridad, policía retirado, malvive en una caravana. Sabe que el mafioso que está sentado frente a él va a matarlo si no le dice el paradero de su hijo. Soy el anticristo y tengo un humor de perros, le dice. Le dice que los sicilianos (él es uno) son los mejores mentirosos del mundo. Que su padre era el mejor de todos ellos. Que ha aprendido el arte de pillar a uno. El hombre tiene diecisiete gestos faciales cuando miente; la mujer, veinte. Yo las conozco todas. Dígame dónde está su hijo, acabemos pronto, no me mienta, lo sabré, viene a decirle. Entonces es cuando Clifford, consciente de que va a morir, le dice que conoce una historia que debe contarle. No es de su hijo, ni de la maleta con droga que le ha robado al jefe del mafioso. Explica el origen negro del pueblo siciliano. "Los moros conquistaron Sicilia. Y los moros son negros". Usted es negro, señor. También su padre fue negro, y su abuelo y el abuelo de su abuelo. Si sabe encontrar a un mentiroso, sabrá que la historia será cierta. Porque no estoy mintiendo. ¿Lo estoy haciendo? Ahí el siciliano le pide a uno de sus sicarios una pistola y acribilla a Clifford. "No había matado a nadie desde 1984". Ese es el Dennis Hopper que a mí me ha hecho disfrutar. Si pienso en él, lo veo sentado en una silla de su caravana con Christopher Walken frente a él y escucho la historia de los negros que conquistaron Sicilia. La escena la había escrito Quentin Tarantino y la dirigió Tony Scott en lo que fue su última película. Es maravillosa. Dan ganas de buscarla nada más acabe de escribir y acostarme con todas esas frases zumbando en mi cabeza.
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