Un hombre de ideas era Unamuno, comprometido con la memoria y con la preeminencia insobornable de la palabra como brújula y como destino. Político, filósofo, escritor, más que nada. Hay que defender al Estado hasta cuando el Estado no nos defiende o cuando, llegado el caso, interfiere en sus ciudadanos, los vigila y reprende, se le oye todavía decir. Su clamor era vivo, lo difundió siempre. Y era sobre todo clamor, elevación de una especie de plegaria laica y religiosa, pagana e impregnada de una fe que, a su manera, tan voluble ella en ocasiones, no lo abandonó nunca. El Unamuno liberal no era partidario (está la palabra bien traída) de los absolutismos: todos los dogmatismos enjaulaban la palabra, la adocenaban.
Le escandalizaba la posibilidad de que las instituciones vulneraran los derechos civiles, asunto ese que constituía el esqueleto sobre el que levantar cualquier sociedad moderna. Ese es el Unamuno-ciudadano (profesor, rector) que yo he comprendido, el que se me ha antojado más afín a lo que deriva de haber leído al Unamuno-escritor, el de la poesía o la novela o el teatro . En algún momento de su dura existencia, se preocupó más de España que de sí mismo, no dando por perdida nunca la batalla contra la mediocridad y, en muchas ocasiones, más de las que pudo soportar, contra la ignorancia. Era un hombre de un propósito firme en la vida, uno no demasiado original, antiguo, si se prefiere, pero que lo guió con brújula firme (eso podría matizarse) en su desempeño ciudadano, hecho de compromiso y de trabajo, y en su aventura literaria, puesto que el Unamuno que perdura es el del escritor, por encima del de filósofo o el de político. Es lo que suelen hacer los profesores comprometidos con su oficio, elevarlo, sublimarlo, pero el de Unamuno no fue uno solo, fueron muchos, algunos más costosos que otros. El que más le dolió fue el de hombre en un país de bestias. Quién sabe cuándo uno se alista en una causa o en otra. Manifestarse en contra o a favor de una doctrina (según la conveniencia de un momento) no le impidió desdecirse y abrazar la contraria, sin que esa voluble torna en la opinión fuese producto de un arrebato sentimental, sino que provenía de una exigencia moral o intelectual, no sabemos cuándo una y otra se ensamblan y prosperan hacia el mismo propósito. Es verdad que en ocasiones callarse es una forma de mentir, como dejó dicho. También fue de los que prefirió expresarse, no permitir que la pereza lo convirtiera justamente en el tipo de ciudadano objeto de su enfado, el que no se involucra, el echado a un lado adrede, por unas causas o por otras, casi nunca justificadas.
Unamuno fue un declarado defensor de la palabra, aunque más tarde unas fuesen reemplazadas por otras y las circunstancias las zarandearan y hasta las enfrentaran. Por eso fue acusado por los dos frentes en la guerra: por apoyar a unos en un tramo del relato histórico (a los militares para poner coto al desmán anárquico de la Segunda República, de la que fue ferviente defensor) y por desdecirse y por dar por malo lo que antes le pareció justo y correcto. Ha brotado la lepra católica y anticatólica, dijo también. Su España se embrutecía (se envilecía, se entontecía, añadió) mientras él no podía poner en orden el delirio de "hunos" y de "hotros" en su reclusión domiciliaria, una vez le apartaron del rectorado salmantino y se dejó comer por la enfermedad hasta que murió. No hay un bolchevique (un republicano en términos reales) en Unamuno, ni tampoco un novio de la muerte, un fascista con el cerebro quemado por las consignas y las entendederas abotargadas por el miedo al que es distinto. Le horrorizaba esa bajada a los infiernos de Millán Astray (no he visto todavía Mientras dure la guerra, pero parece que se aplica con ganas Amenábar en ese episodio) cuando arengaba a los bárbaros (a sus ojos eso eran) con soflamas burdas, zafias, más acordes al estertor de un animal que a la voz de un hombre. Cómo se puede ir de la mano con alguien que jalea la muerte y la entroniza. Se puede, en todo caso, convencer hasta llegar a ella, dedicar la vida entera al oficio de las palabras y darles el uso más idóneo, el que evite que los unos aniquilen a los otros. Es la contradicción la que lo animó, la que alimenta debería cualquier ideología. Cuando no lo hace, no es ideología: es fanatismo, es barbarie, es esa tozuda marca con la que a veces nos liberamos del trabajoso oficio de pensar. Me equivoqué, qué ligero fui, qué cándido, dijo en cierta ocasión a propósito de sus adhesiones primeras y sus afinidades posteriores. Nada que no esté en el ser humano de modo absolutamente natural. Saber arrepentirse, aceptar el desengaño, ir con él hacia un desengaño futuro, del que no se sabe aún nada, pero que nos romperá de nuevo el corazón. Y si los obispos lo tachan de hereje máximo, ellos sabrán, pues la cosa de la herejía es de gente a la que se teme y tal vez convenga tenerlos enfrente y no de la mano. Los intelectuales caen siempre mal al bárbaro, que cree en su ignorancia de un modo tan cerril que encuentra en cualquiera que la cuestiona motivo para arremeter contra él y dejar huella cabal de su embestida. Unamuno sé modelos conciencia: hizo de sí una sustancia huidiza y casi siempre enojada. Abrazó Unamuno el cristianismo por mera inercia metafísica. Se enardeció por bravuconería patriótica. Acogió de buena fe cierta elevación de su propio decir, habida cuenta del magro ajeno. Agitaba espíritus, aunque el primero levantisco y paradójico fue el suyo, continuamente abierto a un orden del mundo que lo estimuló y al que se entregó como un conjurado. No vio prohibido en el Index Librorum Prohibitorum el libro Del sentimiento trágico de la vida, ni La agonía del cristianismo, obras de una honda pulsión interna que hacían declarar al mismo hombre la angustia de la existencia y el hambre de lo divino. Unamuno lo declara hermano: es de carne y hueso, tan suya la expresión; es una viva ocupación del pensamiento esa angustia y ese despojado de asidero vivir que nunca logró amarrar, por más que toda su obra sea un querer saber, una pesquisa sobre ls naturaleza del tiempo. Quiso sin fortuna convencer, cuando sus enemigos (carriles y acérrimos) vencían en la realidad, que no es el único campo de batalla, como cualquiera que lea y ahonde en lo leído sabe. Descreyó de la ciencia (que inventen ellos, bramó) y aspiró a que el espíritu cruzara incluso a esa misma ciencia que, sabiéndola útil, consideraba cosa de subalterno propósito. Cada cosa, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser, decía su amado Spinoza, pero Unamuno perseveraba en sus ideas, en su paradoja, la nuestra. Vivir es la paradoja. La aplicaba a su misma escritura, que fluía con libertad, sin el armazón de lo previsto. La comezón íntima que él refería como numen hacía que avanzaran sus novelas, su vida. Fue una nivola. Le gustaba llamarlas así. Uno se ha visto en San Manuel Bueno, mártir más de una vez. Como un espejo.
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