Yukio Mishima escribía con una catana. Literatura y sangre. Honor y belleza. La hipótesis más fiable es la que lo encuadra en esa hidalguía de jóvenes entusiasmados por la épica nipona y por el sacrificio a mayor gloria del Emperador. Enfermizo, afeminado, romántico, tocado por una sensibilidad que contradice la opaca virilidad de las milicias, Mishima encuentra en él mismo la entera razón de su propósito en la vida. Como Bataille, con más extremo furor, el escritor se rodea de belleza, erotismo y muerte. Esa triada ecuménica, que concilia la voluntad de todos los poetas malditos y de todos los soldados decepcionados, lo convierte en un ser extraordinario. Era una especie de novio de la muerte, déjenme que use esa infeliz cantinela legionaria. Cuando se la corteja en exceso, la muerte es una amante solícita, se deja convidar por quien la agasaja y hasta facilita que la cópula final, representada por el suicidio, sea el más alto honor, la sublimación absoluta de todas las disciplinas del arte y de la vida. Al escritor devorado por ese ideal de martirio y luego de sacrificio, no se le puede exigir que haga una literatura cómoda. No lo es la de Mishima, aunque irradie una pureza y un equilibrio admirables. Nada la aparta del cometido vital de quien la registra: está atenta a la realidad, aunque la cancele; está influenciada por el tiempo que le ha tocado vivir, aunque se declare continuamente deudor de un pasado glorioso, que no va a volver. Todo en Mishima es delirio y quimera.
Un día de noviembre de 1970 Mishima asalta con un tropa de cuatro conjurados el estado mayor del ejército. Se hacían llamar la Sociedad del Escudo. Renegaban del Japón manso, hincado de rodillas al mundo tras la humillante y dolorosísima derrota en la Segunda Guerra Mundial. Reivindicaban la marcialidad, cierto estilo de vida japonés en el que el código del guerrero (o bushido) escribiera de nuevo las páginas más gloriosas del imperio. Mishima era el ser supremo de esa milicia de románticos. Los había aleccionado, adiestrado, convertidos en extensiones inmaduras de su imbatible personalidad de samurái culto y salvaje. En ese escenario cuartelario Mishima arenga desde un balcón a los soldados del regimiento 32 y, con escaso éxito, les exhorta a que den un paso al frente y se unan en la cruzada contra el Estado. Cuando comprueba que la empresa es baldía, (se mofan, lo abuchean), se retira con sus acólitos a un despacho del acuartelamiento y pide a su amigo más íntimo que ejecute el ritual máximo de sacrificio y le aplique una daga con la que lo desentrañe. Es el harakiri, seppuku en japonés. Tiene que haber una persona de confianza y un estricto sentido del honor. Mientras agoniza, Mishima exige que se le decapite. Para llegar a esa resolución radical, Mishima leyó y vivió con voracidad. Todo en él era pantagruélico, viril, violento, épico. Su patriótico sentido de la existencia no excluyó que se vistiese como un dandy o que coqueteara con la aristocracia literaria occidental, de la que íntimamente renegaba, haciéndola responsable del decaimiento moral de su patria. Curtido en gimnasios, idolatraba el cuerpo. Hay cientos de fotografías del Mishima exhibicionista: un adonis en estado de ególatra gracia, un efebo iridiscente, un San Sebastián adornado de pulcra beatitud interior y blasfema concupiscencia exterior. Todo él era contradicción y confianza. De esa ambigüedad surgió un modo de escribir arrebatadoramente lírico y austero, exento de florituras, contenido y frío. Su vena fascista, su ansia por restaurar valores de pureza y de honor, su carisma, su exacerbado desprecio a la vida, están en la literatura que creó. Quiso, como su amado Baudelaire, ser víctima y verdugo, la piel y el metal que la atraviesa, un dios y un diablo, un ser dulce y generoso y un amargado que se embelesa en su deterioro.
La creatividad es tóxica, hiriente. Se cuentan en abundancia los casos de artistas que lo son por haber padecido algún trauma en la infancia o en la adolescencia, del que no salieron nunca y que los arrojó al refugio de la literatura o de la pintura o de la música. El de Himitake Hiraoka bascula entre la abuela protectora y el padre represor. Él conduce su descubrimiento de la vida en esa dualidad visceral e irrumpe Yukio Mishima. Escribe a escondidas. Reprime al creador en sociedad y pugna en su alma el arrebato primerizo de la supremacía liberadora del arte. De ahí la redención, casi siempre privada. No hubo intimidad cuando su apogeo literario perturbó su pequeña y frágil intendencia emocional, la del niño enfermizo, la del adolescente precursor, la del adulto convulso. Han quedado la imagen del balcón cuando la póstuma arenga y la ingente y fascinante obra. Ambas son tal vez indisociables. Pizarnik, Hemimgway, Plath. Zweig, Celan, Séneca, que recuerde, reglamentaron su finiquito expeditivamente, unos con más crudeza que otros. Todos sufrieron lo suficiente como para decidir no exponerse a un sufrimiento más alargado. Mishima fue un hombre de acción. Murió en plena posesión de sus facultades estéticas y morales. No le valió de mucho. Nunca vale. Queda su Koo-chan, el narrador desvalido ante el amor de Confesiones de una máscara. Como el propio Mishima, se debate entre el amor lascivo hacia Omi y el espiritual hacia Sonoko. Desea al hombre, pero debe hacer ver que es a la mujer a la que ama. Koo-chan no es nadie. Ni siquiera logra ser la máscara con la que desaparecer. Tan sólo cuenta la belleza. "Quiero hacer de mi vida un poema", dijo.
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