11.4.22

101/365 Juan Marsé




“En cuanto a mí, creo haber hecho méritos suficientes para ser despreciado y ninguneado por unos y otros. Es mi motivo de orgullo”. 

Juan Marsé 

Leí El amante bilingüe en unas maniobras militares en la Sierra del Retín, en Cádiz. Acababa de salir en librerías y me costó una cena con amigos (con su correspondiente traca posterior de bares por San Fernando) hacerme con la novela y darme un atracón. Era algo que hacía entonces: leer sin descanso ni fatiga, comenzar por la página uno y acabar en la última en brevísimos días. Ganó la novela a la realidad, suele pasar, desafortunadamente con frecuencia. Vivir es infinitamente mejor que leer. Prescindí del festín y de la cháchara, omití el esparcimiento etílico (tan goloso entonces) por la lectura de un autor del que no había leído nada. Creo recordar que fue el título lo que me hizo comprarla. Era una librería pequeña y la mujer que me atendió me dijo que los soldados no leen, lo que me pareció cierto sin discusión. Yo era una especie de bicho raro (siempre es bueno serlo) para mis compadres de unidad (fusileros, qué desquicio de sustantivo). 

Lees más de la cuenta, me decía J. El día en que me vio escribiendo (un bloc pequeñito de anillas en el que anotaba frases sueltas) pensó que era raro de verdad, lo cual me hizo escalafonar en su consideración personal hacia mí. En adelante, no me llamaba por mi topónimo (Córdoba) sino por esa manifestación amanuense. Pasé a ser Escritor. Sonaba bien: "Escritor, salimos a las 7, ¿te apuntas?". Fue Marsé el que me dio ese cariñoso apelativo. En alguna ocasión, he recordado esa anécdota, pero hoy ha sido imposible no pensar en ella, no recordar qué hizo este hombre por mí, por lo que soy ahora, por esa parte de mí que escribe y considera la escritura una parte más de mí mismo, como si fuese un miembro y bullera por adentro suya la sangre y el aire. Sangre y aire, yo quería escribir como Juan Marsé. 

Algunas de las novelas que leemos se hacen parte nuestra como si en lugar de ser novelas fuesen una extensión de la realidad que nos circunda.  Cuando murió, celebré sus libros, muchos vinieron después. Juan, le puedo hablar ahora, en alguna parte de nuestras vidas, hiciste el prodigio de que habláramos sin que intermediara la necesidad de que nos viésemos y las palabras se escucharan y los gestos se miraran. Es lo que tiene la literatura. Así que siento mucho que no estés, no tengo mucho más que decir, no seré un exégeta de tu prosa, habrá quien te haya leído con más hondura que un modesto servidor, pero leer es una intimidad que no requiere instrucciones, salvo alguna que funciona en donde las emociones irrumpen. Los tesoros enmohecidos a los que imploraba atención en sus últimos días en la tierra -iba a escribir últimas tardes- se le escapaban como agua en un cauce que no resiste la voluntad del tiempo y de la velocidad. Pura física. La naturaleza, escribió en su diario póstumo, dicta severas sentencias y escribir no redime, ni alivia el sopor de la edad, cuando el sexo es un fantasma, cuando la realidad es una losa cuyo peso no es sostenible. 

Creía, como Pio Baroja, de quien toma la frase, que la única verdad de una novela es la que se cree el lector. Las suyas eran un truco enorme, continuado con pasmosa verosimilitud, pobladas de personajes que eran una cosa distinta a la cosa que se decía de ellos o a la que ellos mismos se inclinaban, lo cual no es novedad del autor, sino extensión de un patrón que arranca con El Quijote y que proporciona excelentes recursos para que la trama no ponga todas las cartas boca arriba y exista el genuino alambique de pequeñas tramas que, muy al final, abruptamente desembocan en una que las clausura. Para que las novelas sucedan, hay que ser únicamente novelista. Tener un horario de trabajo, no ocuparse en nada más, creer en el oficio de la escritura como un único fin y también por dar voz a quienes no la tenían. Trabajo, rigurosidad, disciplina, amor a esa voluntad férrea de contar historias. Se escribe por el gusto de contar. La suya era una escritura no engolada, no tenía artificio. Dijo que en lo solemne, lo que requería una severidad, se tenía por un narrador que diera una crónica futbolística. Soy un francotirador y un fronterizo, decía. 

Hizo de su Barcelona natal un fresco enorme en donde se enseñoreaba el pundonor de la clase trabajadora, el abnegado gris de las miserias de la guerra y, sobre todo, la distinción entre unas clases sociales y otras, por obra de la política o del dinero, que vienen a ser una cosa extensión bastarda de la otra. El escritor Marsé se erigía voz de la ciudad delincuente, reivindicativa y sindical. Ese lumpenproletariado de barrio, sin conciencia de clase, convidados a ejercer con picaresca un estraperlo de mafias domésticas y extraordinario sentido de la supervivencia, le dio al novelista una argamasa sólida en la que verter su proverbial sentido de la narración, que es orfebrería visual. Todo su lenguaje es plástico, proviene del cine. Ante todo, Marsé es un entusiasta del cine y, antes, del tebeo de posguerra: ahí está el primordial influjo de las imágenes, que luego conformarán su entera vocación literaria. Su don es sublimar la imagen, adjetivarla: no conozco ningún autor más dotado para calificar los objetos y las emociones. Paradójicamente, no gustaba de las adaptaciones cinematográficas. 

Juan Faneca Roca pasa a ser en el París de su comunismo vocacional el definitivo Juan Marsé, usando el apellido de su padre adoptivo. En ese bautismo literario y político participan Gil de Biedma, su mejor amigo, y la sublime lista de nombres que Seix Barral tenía como miembros de militancia subversiva y liberal: Ferrater, Vázquez Montalbán, Moix, Mendoza, García Hortelano, Barral y el propio Gil de Biedma. Se apartó de una militancia catalanista y se declaró castellano en su literatura, lo cual no le reportó quebranto alguno ni en su vida como ciudadano ni en su quehacer literario. 

Dejó de beber como un soldado en una trinchera cuando no tuvo franquismo al que enfrentarse. La suerte, consigna en una entrevista, es que no era de darse al whisky solo, sin que se le acompañe. Tampoco el corazón le animaba a ese exceso. Dos bypasses. Abandonó el tabaco en tres días, cuando encontró la gestualidad con la que escribir sin el concurso del humo ni el de la ocupación de los dedos y del alma. Ezra Pound, poeta preferido, dejó escrito: “El esmero en el trabajo es la única convicción moral del escritor”. Lo tuvo a destajo en Últimas tardes con Teresa, la mejor novela suya que he leído. Veo a veces a Teresa y al Pijoaparte. Ella lo toma por lo que no es. Él se deja tomar por otro por medrar, por aspirar a la burguesía que, en el fondo, detesta. Ella se queda fascinada por el muchacho de arrabal. Él es un charnego del Carmelo que que vive a lo que cayendo y roba motos para pasear a las niñas. un perdedor que encandila a una de ellas, una de alta cuna.  Marsé no es el Pijoaparte, pero no pude evitar ponerle su cara cuando releí no hará mucho la novela. Un día volveré, otra estupenda novela, acaba así: “hoy ya no creemos en nada, nos están cocinando a todos en la olla podrida del olvido, porque el olvido es una estrategia del vivir -si bien algunos, por si acaso, aun mantenemos el dedo en el gatillo de la memoria”. La suya es, en parte, ya de todos. 

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