A veces hay actores que empiezan con Strindberg y acaban en la saga Star Wars o en la serie Juego de Tronos. No es que el teatro sueco tenga más pedigrí que esas franquicias de la modernidad, ni mucho menos. Son otros tiempos, hay otros intereses. Se me antoja que la cosa es no parar de trabajar. No siempre vas a tener papeles de enjundia, no vas a ser Othello a tiempo completo o te dirigirán Bergman, Huston, Allen o Scorsese. Habrá que dejarse convidar por la gente nueva y apencar con guiones de medio pelo (o incluso un escaso cuarto). Hasta fue un villano en una de 007. Que haya muerto y ya sea, a la vez, nadie y todos, no es nada que nos acongoje más de la cuenta, no se fue en la flor de la vida, no le quedaba mucho cine por hacer o mucha vida por vivir, quién sabe eso, pero quisiera uno que algunos actores no murieran nunca. Tengo de ellos la sensación de que han sido mi compañía fiable durante décadas. Cuando murió Douglas, me programé Los vikingos. La vi de noche, muy tarde. Me confortó como la primera vez. Von Sydow fue un trabajador incansable, hizo pocos ascos a películas que no habrían de darle la gloria que tuvo en otras, como Orson Welles, como De Niro, como tantos, ahora no es cosa de hacer larga la lista. Tengo la idea de que muchos directores le elegían porque llenaba la escena. Su presencia ocupaba toda la pantalla. En sus obras de la vejez se advierte esa circunstancia, la de no tener que decir mucho, ni aparecer demasiado en pantalla. Eran papeles breves, parlamentos cortos. Quienes lo contrataban estaban pagando su porte, su mirada, cierta elegancia que está en declive. Le decían: vas a ser Jesucristo, vas a ser un exorcista, vas a ser el demonio. Seré la luz, seré el que la busca en la tiniebla, seré la tiniebla, podría haber respondido. Se puede hacer cualquier cosa si se tienen ganas de trabajar, decía. Se emocionaba si era una de esas películas o series de televisión muy taquilleras (Star Wars, Juego de tronos), no porque le gustase ese cine, que no es Bergman, comprenderán, sino porque salía de casa, tomaba aviones, se vestía con ropas nuevas, dejaba de ser Max Von Sydow y era durante unas semanas o unos meses ese otro del que le habían dado noticia. El actor que yo prefiero es el de El manantial de la doncella, el de Fresas salvajes o el de El séptimo sello. No es por ser cine serio y la saga galáctica, en su clamor de multitudes, no lo sea: lo que me hace elegir esa época es su juventud y también la mía. Éramos jóvenes ambos, me gusta pensar. Yo iba a los cines de arte y ensayo en mi ciudad (ya no sé si hay de eso) y veía cualquier cosa que programaran. Hacía como Max, si lo pienso. Lo importante era seguir viendo cine. Se puede ver casi cualquier cosa si se tiene ganas de que los fotogramas fluyan y la historia avance. Me amedrantó su voz en la versión original con la que me inicié a Von Sydow y, en parte, al propio cine. Sonaba catedralicia. Woody Allen dijo que fue un placer tenerle en Hannah y sus hermanas. En una entrevista que le hicieron, terminó por hablar más de su actor sueco haciendo de pintor intelectual y repelente que de su película americana. Hay películas de las que, años después de verlas, no recuerdas casi nada, pero tienes imágenes suyas y hasta crees que podrías recordar algún diálogo. La segunda vez que Shutter Island (creo que no la veré otra vez, es un poco impostor Spielberg de cuando en cuando) fue por ver al doctor de intrigante origen alemán que interpreta. No vi de nuevo la partida de ajedrez de El séptimo sello cuando murió. No me hizo falta ver cómo la muerte se le plantaba delante. Una de estas noches me concederé otra vez el placer de ver a Von Sydow en ese papel terrible de padre piadoso y lleno de ternura al que arrebatan a su hija. Lo que sucede al final es una de las escenas más maravillosas de la Historia del Cine. Un doble milagro. Será siempre el hombre frágil, el roto. Ninguno de sus papeles más recios impedirá que mi memoria cinéfila guarde esa idea, la del ser a punto de venirse abajo, el de la contradicción y el de la tristeza.
4.4.22
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