10.4.22

100/365 Humbert Humbert


100/365 Humbert Humbert 


 “«Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era, Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola en pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita».


Vladimir Nabokov


Humbert Humbert siempre me pareció un hombre solo, pero nunca le tuve como uno de esos personajes a los que se les procura afecto y de los que uno extrae enseñanzas nobles (ninguna) y maneras con las que ir sorteando los avatares de la existencia, pero era admirable su franqueza en la comisión del delito, esa convicción en el pecado, caso de inclinarnos a un credo religioso. Me pareció ya desde las primeras páginas de Nabokov o en las escenas que abren la Lolita de Kubrick, un hombre desgraciado que comete la vileza de encariñarse de un nínfula, a decir suyo, de una niña metamorfoseada en su cabeza en un objeto idílico y fervorosamente concupiscible y luego, por el trajín de los acontecimientos, despreciable, miserable. 

La belleza, a la que recurre para explicarnos la naturaleza de su desviación, con la que pretende que se le juzgue, ese ideal de belleza clásico, imposible de racionalizar, se empecina a veces en malograr la vida de quien la siente y de algunos que le rodean. Es la idea antigua de que la belleza, en el fondo, es un elemento hostil y causa dolor y acarrea llanto. Y será convulsa, o no será, como dejó escrito Breton. Es también la idea - no necesariamente antigua esta vez - de que la belleza es una adicción al modo en que lo son ciertos elementos químicos y actúa como lo hacen ellos y requiere purga, pero Lolita no es una santa. 

Humbert Humbert hocica su testuz insanamente promiscua en la imagen idílica de una joven y se escabulle en su fantasía crepuscular y torcida. Enfrente está la razón, que a veces se inviste de puritanismo. La vida no es la literatura. Humbert Humbert no es nadie con quien intimar, un adalid de la libertad o un ejemplo para la concordia humana, pero Nabokov exige que se piense en él y narra su condición de corruptor y de pervertido. Algunas palabras son incómodas. Hay libros que deben mostrar lo incómodo. Lo que Nabokov plasma es la obscenidad misma. 

El lascivo y libertino H.H. no es ambiguo, no esconde su atrofia sentimental. Es inmaduro, él mismo lo constata. Es un solitario que ama el amor, aunque sea el prohibido o, precisamente, ama el menos recomendable, el que lo expondría impuro a otros ojos, depravado, vivo, al cabo. Se da entonces entero en la furiosa y lírica y envenenada conquista de su nínfula, que sólo existe en su cabeza, que prospera en ese delirio lúbrico y platónico al tiempo. 

Todo el libro es un delicado y poético monumento a la libertad, frente a la encorsetada visión de una sociedad pacata e hipócrita, que ensalza en ocasiones otras formas de violencia (estética, psicológica) y hace oídos sordos y ojos ciegos a esa representación de lo anómalo. El cortejo de los impuros no verán una coartada para escenificar su pecado ni H.H. les ofrecerá un modelo en el que mirarse. Nabokov ejerce un magisterio excepcional en la narración: tan sólo cuenta, no interviene, se aleja de su galería de personajes conforme los va trazando. 

Advierte el autor su carácter novelístico: es una ficción, debe consignarse eso antes de que hagamos la travesía de su lectura. H.H. acepta su delincuente inclinación al placer, hasta la sublima. Lolita lo zarandea, lo rebaja a la expresión más servil de lo humano, aunque él, extasiado, conceda esa humillación y la considere un peaje asumible. Hay en el relato que escribe H.H. una sentencia que él tampoco aparta: la del enamorado angélicamente arrojado a su propio infierno, que es un cielo invertido, nunca mejor dicho. 

Lolita no es una obra que aleccione: se limita (extraordinariamente ese encargo) a entregar al buen lector un prontuario moral, que no moralista, extrayendo todo el beneficio del escándalo que procure, puesto que Nabokov, en su escritura, sólo da una visión, la del alterado protagonista, tan lamentablemente perdido, si es que lo pensamos como persona real, y tan disfrutable si sabemos separar la ficción (con su cuerpo de impostura) de la realidad (con sus hechuras de justicia). El castigo que se merece H.H. no pasa de ser un ingrediente posterior, un epílogo que no añade nada al informe meramente sentimental de la tragedia. 

El profesor de poesía francesa H.H no mira a su Dolores Haze como una niña a la que corromper, aunque haga eso continuamente. Nabokov no quería una adolescente en la mente del lector: se esmeró en retratar a una niña. Lolita, luego forzadamente crecida, es empujada a toda esa geografía de moteles baratos y carreteras secundarias, una vez que su madre, desatenta y simple, muere y su nuevo marido arrastra a su hija al mundo con el terrible recado de desflorarla y ganarse, más que su amor, su tutelada propiedad. Fascina que su trabajo de demolición lenta de un alma pura, la de esa niña vulnerable, avance con absoluta credibilidad. Se odia le odia, sin embargo. No sólo porque lleve su desquicio amoroso al asesinato (Quilty, el amante alternativo de la infeliz Lolita, a la que seduce y luego persigue con el mismo afán perverso que el propio Humbert) , sino porque no se arredra en exceso y da siempre cumplida justificación intelectual de su crimen. Es un pedófilo que ve amenazado su territorio por otro.

A Nabokov le incomodaba esa “inepta degradación que el personaje de Lolita había sufrido en la imaginación del gran público” a la que contribuyó la película de Kubrick, pese a que él mismo participó en el guion cinematográfico. No es Lolita la novela prescribible, sujeta a algún canon fiable, cuál lo es. Es un monumento a la elocuencia. Toda ella es de una verosimilitud que anonada. El lector atento prescinde del asco por lo que lee y se erige observador privilegiado, súbito testigo de una crónica de sucesos. Nabokov hace que su personaje, el pecaminoso Humbert Humbert, sea un prodigioso novelista, un narrador sofisticado y pulcro.  Qué hermosa prosa despliega en su descargo. Con qué delicioso ardor fragua su justificación ante un jurado, que es el mismo lector que recorre, entre el placer literario y la repulsa ética, el juego narrativo.


 

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