19.4.22

109/365 Lucien Freud


 


Ilustración: Ramón Besonías

Hay quien viene al mundo ungido por una fatalidad irreemplazable. No es que la aparte o la deteste o tenga hacia ella una voluntad censora, sino que crea un personaje en torno suya, eludiendo los compromisos con la realidad y volcándose con vehemencia en el demacrado (y devastador y tóxico) espejo que la refleja. Personas con coherencia absoluta hacia el cometido al que orientan su entera existencia. La realidad era algo extraño o mágico. Como si estuvieran desubicados. Como si no desearan ubicarse. El de Lucien Freud fue un espejo hecho añicos y compuso una imagen conforme a ese reflejo, que no era lúcido ni creado para refulgir y hacer que la luz incidiese en él con toda su aureola de vida. Eran sombras las que irradiaba, sombras hermosas, según quien las mire, si obramos en nuestro interior el prodigio excéntrico de la belleza. La suya fue críptica, un poco escorada a la deformidad (a lo enfermo, a lo caduco, a lo feo)  y a una insuperable conciencia de sí mismo. No hay autor que no se mire con destreza, con la disciplina del que sabe que en sus adentros está la razón fundamental de su existencia, muy a pesar de todos los que lo rodean. Lucian tuvo catorce hijos de tres matrimonios, no sabemos si atendidos como tales o convocados a ciegas y desestimados en beneficio del arte, sea eso lo que tenga que ser. En todo caso nos queda el pintor convulso, entusiasta y conjurado en ese rango de estrago que exhibía también Bacon, su amigo íntimo, con quien lo comparo siempre. Ser nieto del insigne Sigmund (déjenme el juego fonético) debió ser más fácil que ser hijo o esposa, pongo por caso, pero algún desvarío debió anclarse en la mente febril de este artista. No hay arte que no entrañe un delirio, una especie de roto que va adquiriendo su propia metástasis y se expande como una brújula loca que anhela abarcar todos los puntos cardinales. Turbado, extraordinariamente convencido de que debía consagrarse a la restitución plástica de su persona, Freud fue un preconizador salvaje del pintor como sujeto de la obra. Al final se convenció de que debía pintar desnudo. La idea era experimentar cuanto pudiera extremar su apocalíptica obra. En ella no hacía alarde de improvisación alguna: sus modelos (él era el más a mano y fiable) provenían de entornos familiares o cercanos. Su soledad, la requerida para no apartarse del cometido de su existencia, no le impedía salir al Soho londinense y beber ginebra en tabernas en las que no era casi nunca reconocido. Pintaba con lentitud. Ocupaba todas las horas de vigilia de las que disponía y, a decir suya, cuando no pintaba, su cabeza pensaba en pintura, en sus retratos personales, en la honesta impudicia de sus desnudos. Rico por ascendencia familiar y por usufructo de su trabajo, desatendió el dinero, no era algo que le importara más de la cuenta, así que se dedicó por completo a ejercer su oficio. Da envidia esa entrega, pero se pregunta uno, en su cortedad, si merece la pena rescindir casi todo vínculo con lo real y abismarse (ese es el verbo que mejor fija un significado válido para su vida) en las tinieblas de su tormento. Porque Freud fue atormentado feliz, quién va a dudar eso. Plasmó la carnalidad del patetismo o se puede decir a la reversa. La belleza, volvemos con repetida frecuencia a ella, nunca es una, ni responde nunca a un patrón. Está fluyendo a su antojadizo capricho y no podemos registrarla con la seguridad de que sabemos qué es lo que hemos registrado. Probablemente acabe siendo otra cosa, sea otra cosa. No podemos darle una definición, acortar el vuelo bastardo de su espíritu. Los cuerpos de Freud exhiben un desnudo escrito por el mismo tiempo: no hay otra intención que la de recrear su devastación, toda su elocuencia gloriosa y miserablemente humana. Es esa humanidad pura la que se apresta a ser pensada, considerada en su narrativa sucia y digna. La turbia eclosión de esa carne que no desea ser vista es un espejo, al cabo. Tiene su intimidad y su desvalido ofertorio de pobreza y de sabiduría. Como la misma vida cuando da en clausurar el vértigo y la fiebre de su previsto sacrificio. La vida y la obra de Lucian Freud son una misma cosa. Pintar y ser. El arte y la vida. Le dio tiempo a explicarse. Decía que pintaba lo que veía. No era tal vez lo mirado otra cosa que lo entendido por su mirada. Déjenme que haga ese retruécano. Vemos lo que deseamos ver y, al tiempo, lo que no podemos evitar ver. Uno ve el cuerpo con ansia morbosa o lúbrica, pero la anatomía era para Freud un paisaje comido por la erosión. Hasta los cuarenta años no descubrió que pintar desnudos era la única forma de llegar al alma de sus modelos. Nunca pintó por encargo. Nunca hay nadie que sonría en sus retratos. Nunca hay bondad. Nunca da la impresión de que el autor disfrutara con el trabajo, aunque debemos pensar que íntimamente encontrara algún tipo de consuelo. Unos con más valor que otros. Alguno, pensemos que fuese así, válido para que por las noches conciliase el sueño y descansara. 



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