27.4.22

117/365 Guy Montag

 



Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron palimpsestos y códices, pero en el corazón de la hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei, que narra que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará esa doctrina.


(Los teólogos, Jorge Luis Borges)



Temo cada vez con más convicción  que acabaremos quemando libros. Será el último acto antes de que volvamos a caminar a cuatro patas y forniquemos en la calle, si es que hay calles o reste una brizna de decencia o de pudor, porque cuando hayamos quemado todos los libros será el bosque (si es que queda bosque, en fin) el que ocupe las ciudades. Una cosa lleva a la otra. A poco de que nos descuidemos, nos cargamos todo lo que hemos tardado tanto tiempo en construir. En realidad está todo a medio hacer. Nunca se puede dar por hecho de que de verdad hemos acabado algo. Siempre hay algo que corregir, un roto que zurcir, un fuego que apagar. Lo de las candelas es peligroso. El papel prende rápido. Conmueve (a mí, al menos) que Borges declarara su admiración por el autor californiano. Es que los dos hablaban el mismo lenguaje: el de la supremacía absoluta de la cultura, el del imperio de los libros. No hay nada que rivalice con ellos en importancia. Ni siquiera las máquinas. Bradbury odiaba la tecnología. Quizá por eso soñaba (eran pesadillas) que uno de esos políticos infames que concurren de vez en cuando al atril público tuviera la rocambolesca idea de que los libros son el germen del mal o incluso el mal mismo y hubiera que arrojarlos todos al fuego. El papel arde a 451 grados Fahrenheit. Ese dato es el principio del fin. Ese número (uno entre tantos) es el que precipita la demolición absoluta del bienestar. Porque a Bradbury y a Borges les encantaban los libros. Eran de esos que creen que los libros son objetos maravillosos. Ninguno tan maravilloso como ellos. Son una extensión de su cuerpo, son extensiones de su memoria y de su imaginación. Lo que se hace al quemar los libros es echar al fuego a todos los que vieron en ellos la magia de la belleza y de la inteligencia. El fuego es lo contrario a la luz, aunque la traiga consigo y la expanda y hasta la glorifique. La luz está en los libros. Los que los censuran son los que los temen. No hay arma que tenga más poder que la que esconde un libro. Algunos son incomprensibles. Quién sabe qué blasfemias encubrirán. Mejor que ardan. El humo se eleva mejor cuando huele a letras, pensarán. La cultura es sospechosa. Saber más de la cuenta no trae nada más que quebrantos. Lo ideal es no llegar demasiado lejos. Tampoco demasiado alto. Por si no sabemos volver. Por si caemos desde muy arriba. Algo así deben pensar los previsores, todos los que prefieren ser ellos los que piensen por nosotros. Gente como los hunos del cuento de Borges, aunque los que profanaron la biblioteca eran soldados, gremio zafio y burdo, no confiado a pensar. Eso lo pueden hacer otros. Sucede siempre. Quizá siga sucediendo. Las escuelas son bibliotecas. Se me está ocurriendo que una escuela es una especie de biblioteca en la que las personas son libros. Los maestros son libros. Los alumnos, libros. Pronto nos arrojarán al fuego. Seremos pasto de las llamas. Las metáforas arden también. La poesía es un modo de salvarnos, pero quizá no convenga leer mucha poesía. Los poemas contienen blasfemias. 

El bombero Guy Montag no tiene ningún reciedumbre moral, no posee un ideario al que acogerse, apenas muestra algo más que pereza intelectual y tristeza anímica. En Fahrenheit 451, la novela que cierra la esplendorosa trilogía distópica del convulso siglo XX (con 1984 de Orwell y Un mundo feliz de Huxley), Montag es una pieza insulsa en la terrible maquinaria de la aniquilación. Más que bombero, es su reverso. Más que apagar el fuego, lo estimula, hasta lo estima, pero de pronto algo se prende adentro suyo (fuego también, otro tipo de fuego) y decide saber qué quema, cuál es el fondo de la ceniza. Se produce una especie de epifanía poética. Pasa de la sumisión a la rebeldía o pasa de la obediencia a la libertad. El agresor desea saber la naturaleza del agredido. El soldado ha decidido pensar. Lo primero que salva de las llamas es un libro. Luego no hará otra cosa. Será libre. 


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