2.4.22

92/365 Bill Murray

 



Debe haber cientos de ellos, pero en esencia son el mismo. Bill Murray convertido en tipo asqueado del mundo o en galán venido a menos o en presidente de los Estados Unidos de América o en mafioso con cáncer terminal. Creo que hay pocos actores cuyo rostro se ajuste con más honradez al papel que se le encomiende. Como si fuesen todos, sin ser nadie. Puede ser también dicho a la reversa. Parece que no va con él, no es cosa suya la trama, ni los gestos, ni siquiera imposta la voz y, sin embargo, nada va más con él. Ninguno, que yo piense ahora, cuya forma de actuar exija menos. Como una especie de Antonio Resines americano. Lo que yo creo es que Bill Murray no es un actor. No al menos uno al modo en que entendemos el oficio de representar un personaje en una ficción.


 Bill es un privilegiado, una de esas personas que poseen una vida interior tan sumamente rica que obtienen de ella lo preciso para desplegar los matices de esos personajes en los que se cuela en todas las películas que ha hecho. Me gustaría ver un Bill Murray haciendo de Sherlock Holmes o de Hannibal Lecter o incluso un Murray transfigurado en Samsa, justo en el momento en que sale o entra del bicho repugnante que inventó Kafka. También un Murray mutado en el mismísimo Kafka, en el padre del insecto. No hay película suya que no haya disfrutado, aunque fuesen malas o no entrasen en mis consideraciones estéticas o narrativas. Las dramáticas (Lost in translation o Flores rotas) tienen ese punto de evasión del que uno es incapaz de zafarse. Hay una inverosimilitud absolutamente creíble o una certeza de una fragilidad pasmosa en el modo en que el actor acomete cualquier papel que se le encomiende: hace que lo irregular no incomode, que lo mediocre adquiera esa rareza inclasificable y digna con la que el oficio dramático viste su tramoya menos recomendable. Irrumpe en la rutina ajena con desparpajo de cómico o de sabio, un poco uno está en otro. Murray se arroga sin esfuerzo tangible el papel de perdedor que la edad adulta aloja en el quehacer diario. El Murray de Tokio en Lost in translation es un fantasma que fatiga con abrumadora dignidad la soledad del mundo. Se le da bien ser él mismo: eso es un don. Cuando lo demás nos investimos de artificio, él se deja ufanamente ir. El hecho de que sea actor es una consecuencia de esa virtud de la que, por otra parte, ni él mismo tenga conciencia. Tampoco le preocupa qué podrán los demás pensar sobre esa inercia suya. Los otros Murray van de la chabacana y propedéutica afirmación de que cualquier trabajo es el mejor trabajo a dejarse invitar por el cine más arriesgado (Wes Anderson) y ser el nuevo ídolo del cine independiente. 


“Nadie te va a creer” le dijo a alguien sentado a una mesa en un restaurante a quien cogió una patata frita de un plato. "Solo bebo dos veces al año. Cuando es mi cumpleaños y cuando no lo es", dijo cuando su ex-mujer lo acusó, en un escandaloso divorcio, que abusaba del alcohol. El anecdotario irreverente y estrambótico abunda y es fuente de innumerables foros que los más adeptos los recolectan con avaro orgullo. Dijo amar los torreznos de Soria por encima de todas las cosas y circulan fotos en los que los devora con avidez. Se tiene de él esa cosa absolutamente cotidiana que consiste en poder reconocernos en otros. Se les despoja de la impostura que les suponemos, se les concede casi de inmediato la cualidad de lo familiar. Yo soy Bill Murray. Hago lo que él haría. No hay vez en que al verlo en una pantalla no considere seriamente que es de mí de quien habla: es uno el agasajado, el que observamos en la creencia de que no nos atañe en demasía, cuando de lo que se trata es de un autorretrato. 

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