3.4.22

93/365 Jeremy Irons

 





No haber sido Jeremy Irons, no haber aireado las hechuras de galán o de malvado o de arcángel. 


No haber sido dios y diablo sin que en ninguna de esas circunstancias extraordinarias se apreciara que todo era impostura, recreación de algo encomendado, oficio y anhelo, boscoso y en clausura oficio que da dulce soimejti a los atribulados y a los crédulos. 


No haber sentido en el pecho a Shakespeare o a Moliere o a Ibsen, no saber que se puede decir cualquier cosa  y que todas esas cosas que pueden ser dichas van a sonar como el viento entre los cerezos cuando principia la primavera o como el trueno entre las nubes en una noche de tormenta o como la música de Bach cuando estás en una habitación oscura y tienes el alma a punto de echarse a llorar de pura felicidad.


No haber mentido con la cara de Jeremy Irons para que lo contado arrime verosimilitud a lo fabulado.


No haber tenido esa contención suya un poco griega en la que el gesto no precisa ningún estallido ni las palabras, por frágiles o magras que sean, observen una tensión y alcancen la virtud de la elocuencia. 


No haber tenido cien vidas y guardar de ellas la semilla que gobierna la loca brújula de la vida cuando el hombre deja de ser lo que obcecadamente se le asigna y ser otro, ser el mezquino, el perverso, el triste, el afantasmado, el héroe, el amado y el muerto. 


No haber sido inmortal, no tejer la tela del tiempo si se está súbitamente desnudo y sin elocuencia ni tangible voz. 


No haber caído de bruces en el sueño y seguir en ese limbo sin dueño la liturgia de las palabras para que los ocasionales observadores puedan contar en los suyos que nos vieron declarar en humilde gozo la fronda del cielo y el barro del infierno. 







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