8.4.22

98/365 Heinrich Heine

 




“En tiempos oscuros, la mejor guía para los pueblos era la religión, del mismo modo que en medio de una noche oscura un ciego es nuestro mejor guía; de noche, él conoce los caminos y senderos mejor de lo que puede verlos un ser humano. Sin embargo, cuando amanece, es una insensatez utilizar a los ciegos como guías”
“Dios me perdonará: es su oficio”
“La poesía, aunque la adoro con toda mi alma, fue siempre para mí un juguete sagrado, un medio santo para fines celestes”
“El placer no es más que un dolor muy agradable”
“Ni con la mejor voluntad de fidelidad puede una persona decir la verdad sobre sí misma”
 Heinrich Heine



I

De Heine dijo Goethe que sería el más grande de los poetas de no ser un golfo. Heine fue un Lord Byron más bufón y más triste también, sin que se aprecie distancia entre ambos estados. Fue el romántico que cerró el romanticismo y el que abrió una puerta para que entrasen la república o incluso el marxismo. Heine presagió la fama posterior del escritor tomado como personaje. La religión, dijo alguien, es una cosa de domingos. Borges sostenía que era un rama de la literatura fantástica. Entre todos podemos componer una entrada semántica más ambiciosa: la de la religión como mal necesario o el del placer como el mejor de todos los posibles dolores. En cualquier caso, la palabra es la piel de Dios y el camino es oscuro y frágil  

II
Hay un tipo de poesía de la no se extrae nada útil, no tenemos de ella un conocimiento, ni siquiera advertimos, al leerla, que haga algo más allá de ocuparnos un tiempo que bien podría emplearse en asuntos más prácticos.  Produce la poesía el mismo efecto que un fármaco: no se aprecia que alivie el dolor, pero lo hace a su tímida manera. Uno de los versos recitados ayer me hizo pensar en ese amor romántico, en sus versos heroicos, en el “ánimo bendito del amor” de Hölderlin, mi romántico favorito. Toda la poesía romántica es filosófica, la escriben filósofos, la leen filósofos. Después la palabra romanticismo fue requisada por los corazones desamparados, por los amantes desvalidos. Se canta al amor, sí, pero el romántico Heine (y Novalis) lo hace con sarcasmo, con ironía, lúcida y distanciadamente consciente de que es el hombre de quien se habla en todos esos poemas hondos y telúricos. Nietzsche mató a Dios; Heine lo cuestiona, lo tutea, le expone a la intemperie de lo humano.

La poesía hace el oficio inverso de la religión: nos asegura la percepción nítida de la vida, sin que la impregne la mercancía de la eternidad. La liturgia de la poesía es la que esgrime la religión para difundir su mensaje. Lo dice Heine: la poesía es un juguete sagrado. Dice también que no hay catedrales modernas (ninguna ahora) porque hemos abandonado las convicciones. No tenemos certidumbres, sólo manejamos opiniones.  Todos los libros de poesía son templos. No hay dioses adentro, no se precisan y, al tiempo, con su brizna de paradoja, están todos. En la poesía de mi amigo, en la de sus otros libros, hay vida, se escucha vida, palabra limpia de un poeta que se deja llevar y no sabe adónde acabará su extravío. Dejo la antología de poetas alemanes románticos. Heine era un golfo atormentado. Lo suyo, ojalá nuestro, eran los fines celestes. 

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