15.4.22

105/365 Johann Sebastian Bach




A Antonio Roldán Gomez, Teresa Moreno, Jose Garrido Navarro y Juan Carlos Beato


“Sin Bach, la teología carecería de objeto, la Creación seria ficticia, la nada perentoria. Si alguien debe todo a Bach es sin duda Dios”


(Cioran)


"Al oír la música de Bach tengo la sensación de que la eterna armonía habla consigo misma, como debe haber sucedido en el seno de Dios poco antes de la creación del mundo"


(Goethe)


1

Al principio fue el pecado, el peso hueco de la culpa, la baba oscura de los dioses. Luego se construyeron las catedrales. Una catedral se mide por el hambre y el padecimiento de quienes las construyeron y por la fascinación eterna que causa en quienes las miran desde afuera, embebecidos de pequeñez, convertidos en piezas de un mecano gigantesco que no se alcanzan a entender por mucho que crean o descrean. Yo me tengo por un descreído feliz y no albergo sustancia reprobatoria que me aleje de esa idea primaria, pero me inclino todo lo que puedo ante la majestad y el asombro de las catedrales. Cuando las veo, pienso en el sufrimiento y en la injusticia, en Dios y en el hombre, en la fe y en su ocaso, en la vigilia de los siglos y en el vértigo del presente. Pienso en la semilla de la tierra y en el azul del cielo. Una catedral no debería estar cerrada nunca y Bach debería sonar en cada pliegue de la luz y en la oquedal de las sombras. Abiertas. Como si fuesen cajeros automáticos y dispensen la gloria de su antigua hondura. Pienso en la belleza protegida, en toda esa opulencia cerrada al público, gobernada por el clero, que es un administrador ciego y torpe a veces. No entienden lo que tienen a su cargo, no saben mucho más del templo en el que se postran que nosotros, incluso nosotros, los que no tenemos la homilía ni la derecha del Padre, los descreídos . Una catedral es una tentativa de infinito, un poema cósmico, un libro en el que caben todas las almas. El hecho de que existan justifica que haya Dios y la salvación sea el reclamo de las liturgias, que se obcecan en las mismas mecánicas frases. No hay frases, no debiera haberlas, debiera bastar el peso de las piedras, su volumen, la antigua nombradía de sus sombras y de sus luces. 

2

Bach es una catedral. Anoche recordé todas las catedrales que he visitado. Fui pensando con meticulosidad en ellas, las anotadas en mí agradecida memoria y en las que conozco de oídas o he admirado en libros o en películas. Bach es el hijo de Dios, su más adorado hijo, el primero y el elegido, una especie de Adán iluminado y fiel. Hasta se puede concebir la idea de que Bach es Dios o Dios es Bach. No creo que esté blasfemando. Nadie que crea en Dios y haya escuchado a Bach me reprobaría. Se escucha a Bach y se escucha la respiración de Dios, su pecho labrado en misterio, su terca ocupación del silencio. La música religiosa, la sagrada, la litúrgica de la Misa en si menor, ennoblece mi espíritu, poco sensible últimamente. No sé si Bach ya estaba ciego cuando la compuso. Se dejó los ojos anotando las notas a la luz de un candil levísimo, dejó que la música fluyese por su cabeza y murió en la restitución de esa revelación, en la caligrafía de esa epifanía absoluta. 

3

A la puerta de todas las catedrales del mundo debiera haber un agradecimiento a Bach. Bach, esta es tu casa, te queremos, podría decir. Quizá un poco descuidada la prosa de bienvenida, pero son otros tiempos. Se inclinarían ante él todos los incrédulos del mundo. Habría legiones de descreídos que hincarían la rodilla y temblarían de gozo espiritual cuando suene Bach. No hay ninguno de esos espíritus que no sienta el esplendor de la música de Bach, su temblor fundamental: él es el hijo favorito de Dios en la tierra. Lo entendí anoche. Me vi solo, como alguna vez he estado, en una catedral, da igual cuál, hay alguna que me produjo más zozobra, la de Lugo, que probablemente no sea de las más reconocidas, pero ahí da lo mismo, uno hace suyas las catedrales, las convierte en una extensión de sí mismo, como si hubiese participado en su construcción, como si Dios le susurrara al oído trabaja, trabaja, deja que la luz te colme. En la oscuridad de lo insondable, Dios debe mimar a Bach. Él le compone oratorios, cantatas, suites, conciertos para violín, piezas para clave, motetes ...Le mirará y le dirá te amo, te amo, te amo. Una catedral es un cajero automático en el que no tienes que preocuparte del saldo. Bach es una divinidad a la que le convino tener (circunstancias del amor) dos esposas y veinte hijos, algunos de los cuales (eran tiempos duros) le tocó enterrar. No descuidó, apunte frívolo en una divinidad, el buen vino y cantidades masivas de cerveza (hay documentos que prueban la compra habitual de barriles). 

4

En lo que le hace humano, esto no es enteramente cierto, Bach fue un tesoro para la humanidad, uno de los más grandes. Tuvo la convicción de que su talento estaba consagrada a Dios y le rindió los tributos más hermosos posibles. El mundo es mejor con su música en el aire. La admiración absoluta que se le profesa a Bach proviene de la creencia (bien arraigada) de que hay belleza en derredor, abrumadoramente, pero sólo algunos seres están facultados para extraerla y darla de un modo tal natural a veces, tan exento de artificio, que pensamos que toda esa excelsa exhibición de talento les fue insuflada. La música del relato evangélico le alcanza como si únicamente él la escuchara y la transcribiera en música, que es el arte que lo cuenta todo y al que no le es ajeno ninguna manifestación sensible que el corazón humana pueda trabar en su caudal de emociones. Las más de mil composiciones que creó son un tesoro lento para el neófito y para el avezado. Él atribuía al sacrificio y a la disciplina la grandeza de su trabajo. No  feo que eso pueda discutirse, pero lo sublime no siempre concurre con el concurso del orden y la constancia . No apabulla el prolijo inventario, sino su excelencia. No cabe otra palabra sino que no sea gratitud. Son tiempos en que agradecer cuesta.

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