Lo de no saber a qué venimos a este mundo, ni tener voluntad sobre ese
ingreso fortuito, se compensa si uno decide cómo irse. A Juan Carlos
Onetti se le ocurrió que sería en una habitación angosta y desordenada,
postrado en una cama, bebiendo whisky, fumando un cigarrillo tras otro,
leyendo novelas policíacas, escribiendo cuentos tristes. La dictadura uruguaya le había tenido preso y
al ser puesto en libertad, pensando en la manera de intimar con ella,
se dejó caer por Madrid y se refugió en esa habitación, un poco por
cansancio o por hastío. A veces vivir es una actividad que extenúa,
aunque uno no se afiance en el valor de descerrajarse un tiro en la boca
o arrojarse desde un quinto piso o ponerse una cuerda al cuello y hacer
ese último baile en el aire. Onetti probó la suerte del suicidio,
coqueteó con ella, quién sabe si incluso escribió sobre esa fuga
pensada, ese irse a sabiendas. Al final no se decidió, no quiso cancelar
el placer de encender un cigarrillo en la cama y garabatear unas
palabras en un cuaderno, no le pareció buena idea esa pequeña cobardía
que otros, en circunstancias parecidas, tomaron y así zanjaron el
problema y cerraron los ojos y dejaron de sufrir.
No todo el mundo sabe sufrir: No se nos ha educado para el dolor, para
la tristeza, para la ausencia de los que amamos. Se nos echa a este
mundo con un equipaje muy liviano y no hay una pedagogía del trayecto.
No tenemos maestros que nos guíen, no hay un asidero, no se tienen a
mano, cuando hacen falta, los manuales de supervivencia, las frases de
aliento, los lugares en los que curarnos. Onetti debió, mi amado Onetti,
debió quedar fascinado por la soledad que se le ofrecía en Madrid, con
su esposa, en la habitación de hotel, lejos del murmullo de la tiranía
uruguaya, a salvo de los bárbaros, en la cómoda realidad de las
historias que los otros inventaron para que no doliese la historia
propia o doliese lo justo y no nos acabase por vencer. Y cuando dejaba
una novela en la mesita de noche o en la cama, a poco de caer en un mal
movimiento, en un giro brusco para echar la ceniza en el cenicero o para
toser o para coger una postura nueva, se metía en las suyas, en sus
narraciones polifónicas, ásperas, al modo en que es áspera la realidad
cuando se obstina en contrariarnos, en conducirnos por donde no
queremos, en rompernos cuando queremos seguir de una pieza.
El mujeriego firme, el borracho lírico, el fumador tenaz, cualquier de
esos arquetipos cuadraba en el escritor o en la persona. A veces Onetti
me hace pensar en Pessoa: no porque el poeta portugués fuese un crápula
como en ocasiones fue el uruguayo, sino porque los dos llevaron una vida
gris, en apariencia, una vida rutinaria, una de esas vidas que sólo pueden ser
limpiadas de la mano de la escritura. Los dos ocupados por el
desaliento, entristecidos también, conscientes de que no hacían nada
especialmente extraordinario, llevando una existencia apagada, sin el
brillo de la fama de la que luego dispusieron, una vez muertos. A
Onetti, con su flamante Cervantes bajo el brazo, en ese Madrid al que
vino para tumbarse, le gustaba poco o nada que lo importunase la prensa,
que llamase a la puerta y Dorotea, su mujer, la mujer que lo asistió en
todo, abriese y los llevase a la habitación, en donde el escritor
aplazaba la muerte, fumando, escribiendo, bebiendo, leyendo. Era la suya una felicidad libresca y tóxica. Libros y tabaco. El paraíso estaba en la Avenida de América 31, piso 8.º, apartamento 3. Y su escritura era un paraíso también. Lo habitaba gente sin muchas pretensiones, un poco tosca. Era un mundo de paredes y de escenarios amueblados. No había lírica paisajística. Luego está
la fotografía famosa, la que adquirió la notoriedad que el escritor no
alcanzaba, salvo en los círculos intelectuales, en las librerías, en los
foros de los elegidos. Era ésa en la que Onetti apunta a un periodista
con un arma, una falsa, de juguete, que le regalaron y que servía para
encender sus cigarrillos. Era huraño, era un ogro para sí mismo, para
los que lo querían, sólo mimaba su prosa, y ni eso a veces. Porque es
dura, porque en ocasiones, leyendo a Onetti duelen los ojos, duele el
aire, se produce ese dolor formidable que consiste en tener conciencia
de estar asistiendo a una cosa prodigiosa, a una visión milagrosa del
mundo.
Es a la muerte a la que dispara Onetti con su pistolita de juguete. Se mira a sí mismo. La escritura era un espejo, algo en lo que, más que para verse, sirviera para desvanecerse. Mira Onetti a la muerte a la cara y le apunta. Sabe que no va a disparar, pero observa las
reacciones, si le hace mella la osadía, si él mismo se anima a guardar
el arma debajo de la almohada, encender otro cigarrillo y contar en un
cuento el resultado de esa anomalía recién acometida. Dolly, su Dorotea
del alma, le rebajaría importancia al hecho, le diría que no se
impaciente y espere a que la fiebre baje y se entretenga escribiendo,
leyendo a Chandler, haciendo una montaña de colillas en el cenicero, que
debía ser vaciado solemnemente, con presteza. Una cosa es fumar y otra,
otra bien distinta, tener la evidencia de que no se ha hecho otra cosa.
Al borracho también le agrada que le retiren de la mesa todas las
botellas que ha consumido. Sobre todo porque no vean en qué grado anda
su ebriedad. Luego está el borracho exhibicionista, el que se anima a
cada botella que vacía y las ofrece con orgullo a los viandantes.
Onetti, el Onetti horizontal de los últimos años en su habitación de
Madrid, se ofrecía a los que lo visitaban como una especie de cenicero
ocupado de colillas o como una mesa atestada de botellas. He aquí a lo
que he llegado, he aquí a lo que vivir me ha conducido. Al cerrar, cuando se vayan, diles que no tienen que volver, Dolly. Fascina que escribiese con tumultuosa vocación de principiante. Siempre lo fue. Escribir con brújula, sin ella. Escribir con intención, sin ella. Escribió Juntacadáveres (la primera suya que leí, embelesado) en horas intempestivas, solía decir. Las mejores eran las de la noche. Vencía al sueño con oficio. Muchos de sus libros son deliberados tributos a la vigilia. Y lo mejor es que escribía para él. Es el escritor más privado del mundo. Presumía de no corregir. Dolly le marcaba de vez en cuando repeticiones o alguna inconcordancia. Murió sin ver cumplido su sueño: tener una casa en el campo con un perro. Eso quiso hacer con el dinero del Cervantes. Cuando fue a recogerlo, forzado ahí a desalojar la cama y salir del piso, deseaba ardorosamente que acabase cuanto antes. Le pidió fuego al Rey Juan Carlos. Iba sin mechero.En su entierro, repartieron entre los que acudieron decenas de mecheros que Juan Carlos Onetti tenía en su habitación. Tenía 84 años. La mayoría de ellos los pasó tumbado. Es posible que en su pecho sólo hubiese humo. Que él entero fuese un evanescente artefacto de whisky, humo y palabras.
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