12.4.22

102/365 Robert Louis Stevenson



Si tan sólo se tratase de escuchar historias, pero en algunas nos toca participar en la trama o somos nosotros quienes la instigan y hacen prosperar. El que las cuenta reza para que participe la ingenuidad en el oído de quien las recibe. Es el punto de partida, el arranque de todas las aventuras. Deben creerse, debe echarse a andar la credulidad. De su mano, bien cogida, vendrán en tropel todos los demás prodigios: el del asombro, el de la emoción, el del misterio. Contar una historia es hacer que se detenga el mundo. La facultad más notoria del contador de historias, el Tusitala samoano en que se convirtió Robert Louis Stevenson, es ésa: reclama el timón del universo y maniobra con él a su antojo. Todo lo demás concierne a la realidad, pero qué maravilloso placer, quizá el más irrenunciable de ellos, el de dejarse impregnar de lo que otros vieron o les contaron y ahora depositan en nosotros, para que continuemos, si nos place, el trayecto de las palabras, la dulce, frenética y épica travesía de las palabras. Stevenson, el padre de papel de todos los piratas, murió en el lejano Pacífico, en Samoa, deteniendo el mundo cada vez que se sentaba alrededor de un fuego o bajo una palmera y desgranaba la magia de la literatura. Al fondo está la isla del tesoro. Seguro que alguna vez les han hablado de ella. No es muy grande, no es preciso que alardee de tamaño. Basta la idea de que alguien le encomendó que custodiara un tesoro. Tampoco hace falta que sea el más grande de todos los que los bucaneros enterraron en todas las islas perdidas de uno y otro confín. Lo que importa es la incertidumbre, la necesidad de buscarlo, la obligación moral (Stevenson era muy británico, nunca desdeñó una buena historia moral) de ir tras él y dedicar todo el empeño a su logro. La literatura es el tesoro. Todos somos Jim Hawkins, el adolescente fascinado por la aventura, enrolado azarosamente en la Hispaniola, hambriento de amor, en el fondo, o Long John Silver, el viejo pirata sin pierna, el posadero con ansia de fortuna, con su loro, con su pipa, tierno y feroz. Probablemente vayamos de uno a otro sin tener conciencia de la mudanza. Leer a Stevenson es amar la literatura. Toda ella es un viaje. Viajar fue lo que hizo Stevenson durante toda su vida. Todos los mapas estaban en su cabeza. El que cuenta historias: así lo llamaban en Samoa, era su Tusitala. Nunca me achispé con ron, ni vi quince hombres sobre el cofre del muerto. Ho ho ho and a bottle of rum… y que el diablo haga el resto!


Ilustración: Ramón Besonías 

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