14.4.22

104/365 David Hockney




1

La vida está en el verano. En California. En Miami. En el chiringuito Salvador en Fuengirola. Está en la zambulida de Hockney. La vida está en el agua fría, en la casa minimalista del fondo, en mil novecintos sesenta y tantos. La vida siempre está en otra parte. En las portadas de los discos de Roxy Music. En el patio de barbacoas y latas de Staropramen. En los libros que se dejan en la tumbona sin marcar la página. En una tarde enloquecida de gin tonics y discos de Miles Davis hace treinta años. En el fresco de la mañana cuando el sueño ha dejado de contar delirios y sólo apetece hundir la cabeza en el agua y esperar que irrumpa alguna epifanía de orden anfibio. 

2

Siempre que empieza el verano veo este cuadro, que estuvo durante años en una pared de mi casa y que un día decidí quitar porque comencé a aborrecerlo. Ahora le he devuelto el afecto. Lo miro embelesado. Pienso en la silla vacía. En que hay alguien se sumerge. Alguien desprovisto de cara. Limpio. Puro. Como el pop. En los días grises me doy una zambulida. La ejecuto con oficio. Incluso percibo que me están mirando. Hay deseos tan intensos que tienen público. 

3

El fin último del arte quizá sea interrogarnos, crear una trama a partir de las pulcras líneas de un cuadro en apariencia irrelevante, uno de tantos, ni siquiera una obra maestra. Hockney no es Velázquez. Hockney no es Rubens. Hockney lo que hace es contarnos el sentido de las cosas, el rumbo de estos días, y nuestro lugar en el mundo. 

4

La vida está en el verano, pero yo siempre fui muy de invierno. Los refugios a los que me encomiendo para ir sobrellevando el rigor de lo real están en el invierno, los cerca el frío. Hay días de verano que aturden, aunque el chapuzón haga que retiren su sopor del averno. Algunos, los muy obstinados, noquean. Luego están las noches, los veladores, la ocupación en cervezas y en tabaco, en conversaciones frívolas que terminan en conferencias sobre la bondad del tiempo. Y la sensación de que el mundo entero está sonriendo, como dice la canción de Louis Armstrong. Sabemos que es mentira, pero en ocasiones convienen todas estas digresiones alrededor del ocio. Hockney pintaba la vida, o sea, el verano. Era de sol y Coppertone, de siestas en una toalla mientras los Beach Boys tocan una de esas canciones de liviana perfección. 

5

De pequeños jugábamos a ver quién hacía la zambullida más grande, la que salpicaba más o la que hacía un ruido mayor. Solía ganar yo, por mover más peso, pero nunca dejamos de jugar, no interesaba que alguien venciera sino la sensación de plenitud absoluta al invadir el territorio mítico del agua. Lo curioso es que uno se conformaba con lo contado por los demás, no tenía evidencia tangible de que su salto hubiese sido el deseado. Ganar o perder eran la misma festiva cosa. Tampoco contaba la estupidez de tirarse solo, sin que nadie apreciara el gesto, su épica sin sinfonía. Se necesita público, no hay juego si no se tiene un espectador al que asombrar y con el que luego conversar sobre la hazaña. Los amigos de entonces, los de los juegos, eran notarios de nuestras proezas y de nuestros fracasos, festejaban o consolaban, según conviniera. En los patios de la escuela se reproduce la misma comisión de los hechos. Unos saltan más que otros o corren más rápido que otros. Buscamos a los amigos que se parecen a nosotros, no los que no disfrutan al saltar, si es que tú eres de saltar mucho, o los que no saben chistes, si es que tú eres de chistes. De mayores leemos la prensa que se parece a lo que pensamos o es idéntica al inventario completo de nuestro pensamiento, comemos lo que sabemos que nos ha gustado y viajamos a lugares donde ya hemos estado. La vida, cuando adultos, se basa en esa transmisión espontánea de satisfacciones conocidas. No cambiamos de canal de televisión, no paseamos por calles inéditas, no entablamos charlas con quienes no sabemos cómo son, ni nos abrimos a ellos, ni (por supuesto) les ofrecemos nuestra mano o nuestra casa. No nos gusta estar solos; en parte por la necesidad de que lo que hacemos luzca, trascienda, no quede en la intimidad, en lo privado y no mostrado nunca. Una de las pérdidas más enormes de este tiempo es la negación de la soledad, la importancia de arrojarnos al agua sin que nadie lo sepa, ni admire la belleza o el vigor de la zambullida. 

6

Hockney renegó del clima y de la severa moral inglesa y se fugó a California: piscinas todo el año, la vida fácil todo el año. Su época azul es cuánto un inglés menos valiente querría para su convalecencia británica: el frío es un castigo. Hockney es nuestro escriba fiable. Lo ideal sería saltar solo, no necesitar a quien refrende nuestros actos, ser (dicho de una manera brusca y eficaz) nuestro espectador favorito, como si no tuviésemos confianza ni intimidad con nosotros mismos y deseáramos ir probando, por ver si algo que anduviese oculto, al forzarlo, aflorara y nos confortara. Preferimos, en una escala de valores, ver qué hacen los otros, pero sin acompañarlos, sin el concurso de nuestra presencia. Como una tribuna aséptica. Las redes sociales son una piscina vacía en la que todos nos damos un baño, pero no a la vez. El verano es el cómplice ideal de estas distracciones morales. El verano, que es la constatación brutal del ocio, nos guarda en casa, nos empuja a ver sin ser vistos. De pequeños, en otra época, saltábamos por el placer de saltar: ahora saltamos para que alguien lo sepa. No se nos inculca el valor de la soledad, ese placer irrenunciable a estar solo y con uno. El 

7

Quiero ver gente buceando, dijo Matisse en un día de sol abrasador. Los días de sol son una invitación a pensar: cierra uno los ojos y cree en sí mismo con audacia. Al sumergirse, en ese momento de lucidez anfibia, el pensamiento adquiere la clarividencia de la que se carece cuando es el pulmón quien hace operativo el cuerpo. Los cuerpos son del verano. Hockney es un paisajista del agua. Cualquier cuadro suyo es una invitación a considerar la posibilidad de que el zambullido sea uno mismo. Nos retrató en un descuido. Estamos sobresaturados de imágenes, pero algunas nos miran con más inquietante afán.

Comparecencia de la gracia

  Por mero ejercicio inútil tañe el aire el don de la sombra, cincela un eco en el tumulto de la sangre. Crees no dar con qué talar el aire ...