21.4.22

111/365 James Ellroy

 



Dice Ellroy que es Dios el que ha modelado su carácter. Dios y ver cómo mataban a su madre y la fe inquebrantable en su talento literario. Usted aliña ese cóctel psicológico con unas briznas de Beethoven y un amor sobrenatural por su país, por América. Porque James Ellroy es justamente el escritor que dice América unas pocas de veces al día. Me lo imagino diciéndolo en ruedas de prensa, sobre todo, pero también con los amigos antiguos y con los amigos nuevos, en familia. Cuando se ha tomado un par de whiskies, dice América. Como si recitara un salmo. Como si fuese Abraham Lincoln. 

La América de Ellroy es autoritaria y es también una América a la que han extirpado la inocencia. Dice de América que perdió su virginidad en el barco que trajo a todos los europeos. En el Mayflower ya estaba el germen de la destrucción, el ocaso de un imperio que estaba " a punto de izarse sobre unos pocos de miles de kilómetros de tierra vacía de ideales. La nostalgia como técnica de mercado nos tiene enganchados a un pasado que no existió nunca". Ahí debe encajar Beethoven, el Beethoven que Ellroy pone a la altura de Dios a la hora de edificar su carácter, el que se desenreda en libros muy voluminosos que hablan de la fascinación por el crimen y de un deseo casi irracional por entender las razones de la debacle de una sociedad. 

Dice Ellroy que no tiene televisión ni ordenador. Más en ese hilo medievalista: no compra prensa, no ha estado jamás a merced del posibilismo logarítmico de Google y sostiene que el cine es una pérdida miserable de tiempo.

Ignoro a qué acude para escribir o lo sé pero no lo acabo de entender del todo. Dónde se documenta. Igual todo está dentro de su cabeza o es visita hemerotecas un montón de horas al día. Las que no escribe. Las que no está paseando o comiendo hamburguesas en un viejo Cadillac. He llegado a pensar que Ellroy tiene dentro de su cerebro la identidad del magnicida de la calle Elm. No lo rebela porque ahí tiene material para una trilogía nueva. Los escritores que se manejan en plan trilogía no me encandilan. Se le hace a uno un mundo saber que hay tres mil páginas esperándolo. Como si uno no tuviera una esposa y dos hijos, un trabajo y amistades con las que echar cerveza en los bares los viernes por la noche. 

En cierto modo, James Ellroy está encantado de conocerse. Es un personaje fantástico que ni a él mismo se le ocurriría para meterlo en una de sus novelas. Un hijo de puta: eso admite ser. Uno del tipo que hace chistes sobre cebras folladas por leones. A partir de ahí se pone a funcionar el Ellroy carismático y sale un camarero de un hotel fastuoso en donde se aloja en el tour que la editorial le ha montado de costa a costa para promocionar sus libros. Le cuenta un chiste al camarero y registra la gracia que le ha hecho: América es la inocencia del camarero que no sabe nada del mundo y que está en manos de Ellroy para extraer gestos que ilustren la psicología de un personaje. Si no es así, ignoro de dónde saca el muchacho las tramas de sus tochos. 

No sé si me gusta Ellroy o no. Hace unos años leí América y en estos días en los que ando de mudanza el libro me ha mirado desde su balda. Hola, estoy aquí, cuando tengas un rato, ábreme. Escribo hoy como si hubiese nacido en el mismísimo centro de América. En Ohio. Como si me hubiese criado en los años cincuenta en Los Ángeles y acudiese cada noche a los cines de Santa Mónica y a los clubs de Hollywood para ver salir de coches gigantescos a  las diosas con las que sueño a diario. Me está saliendo la novela negra por las orejas. Como si JFK estuviese vivo todavía. Como si todavía no hubiese Bruce Springsteen ni Miley Cyrus. 

Tengo a Ellroy clavado en el cerebro como un tatuaje yanki que pesara cien kilos. Para escribir Underworld USA Trilogy (en inglés suena muy bien) dice haber contratado una decena de investigadores: son los que le traen la información. Es fácil escribir con esa ayuda, pensaría alguno, pero el problema viene más tarde. Cuando debes armar la trama. Es como si a Antonio Gamoneda se le ocurriera contratar a un par de cientos de adolescentes sensibles, de corazón puro y mirar cándido, para que le trajesen el rumor del invierno en el aire de Madrid, el ruido que hace el amor cuando atraviesa un cuerpo devastado por mil dolores muy diminutos.

Ellroy es patético, a su manera. O es patética su escritura, no sé bien. Todavía pienso en eso de que el escritor es una buena parte de todos los personajes que ha fraguado. Su escritura induce a pensar en lo patético, promueve ideas que rondan el patetismo, se declaran patéticas. Hay fragmentos de América, de la parte de la novela que hasta ahora llevo y que me ha hecho detenerme, respirar hondo y abordar este post salvador y descompresivo, que me parecen más aburridos que malos. Pasa eso: que en el fondo, engancha, pero es una adicción que se diluye a los pocos cientos de páginas. Te desentiendes de los personajes, no tienes morbo por indagar en la vida de Bondurant, en los tejemanejes (no me dirán que tejemaneje no es una palabreja cien por cien Ellroy) del tabloide Hush-Hush, sí, lector cinéfilo, el que aparecía en L.A. Confidential, la cinta de Hanson, ésa en la que salía Russell Crow con cara de pitbull y una mala leche como una montaña de humo islandesa.

Ellroy es americano porque no podría ser de otro sitio. Es más: lo es a sabiendas de que haya nacido en los Estados Unidos. Se puede nacer en Uruguay o en Corea del Sur y tener sangre americana en las venas. Se trata de haber mamado bien los pilares del cine negro y de tener, cabeza adentro, literatura negra y música negra. A falta de negritud, de cine o de libros, de música o de graffitis en las paredes del metro, uno puede ser americano por amar el country o ruido que hace el león de la Metro cuando empiezan las películas.

Creyente con militancia, profeso votante de derechas, se ha divorciado dos veces. Sé que esta manera de conducirme no contribuye a que lea de nuevo América, la primera parte de la Underworld USA Trilogy, con más instrumentos. Jazz blanco me gustó mucho. Fue la primera que leí. Uno lee novelas dotado de una experiencia. Haber leído unos pocos cientos de novelas, no sé si mil, hace que se lea la siguiente con un oficio. El mío no se deja intimidar por la personalidad de quien escribe. En raras ocasiones acudimos a la wikipedia para ver si fulanito ha estado casado dos veces, vota republicano o se le ha visto merodear a la salida de los colegios, buscando mocitas. Leo por el placer de que alguien me perturbe. Quizá votar republicano y tener inclinaciones sadomasoquistas, qué sé yo, pueda hacer de un escritor un escritor mejor. Yo, cuando escribo, suelo contaminarme del cine que veo, de las novelas que leo o de lo que se va aprendiendo al tener vida social y frecuentar barras de bar y colas en la charcutería de mi barrio. Hay un mundo ahí afuera y hay otro en las estanterías, en las baldas en las que alojamos los tesoros que vamos acumulando. Borges. Kavafis. Valente. Cortázar. Poe. Wharton. Highsmith. Chesterton. Melville. Stevenson. Góngora. Kundera. Canetti. García Márquez. Me falta voluntad para meter a Ellroy en esa listado mágico. Leer que es creyente a extremos (según expone en varias entrevistas) o que no comprende que alguien con cierta edad pueda ser de izquierda no altera mi idea principal: la monumental historia que nos entrega en América, su incontrovertible voluntad hagiográfica a la hora de extender una épica ciudadana, un querer voltear las apariencias y entrar con un par de buenas armas en lo íntimo, abriendo heridas, causando otras.

Dice Ellroy que ha pasado algunas horas entrando furtivamente en casas. Igual que ha pasado (literalmente) más de diez horas en bibliotecas, también ha pasado más de diez horas en casas ajenas, abriendo armarios, cajones, buscando ropa interior femenina. El placer consistía, más placer cuanto más clandestino es, en ponerse las prendas en la nariz y buscar el origen del cosmos en la limpia tela. Si ese vicio acrecienta el talento y hace que uno sea mejor escritor, yo no lo seré jamás. No sé entrar furtivamente en casas, pero podría valérmelas. Haber visto tanto cine ayuda siempre. Lo que no entra en mis cálculos, ni siquiera en los más salvajes, en los menos publicables, colarme en la intimidad de los vecinos, abrir cajones, darle a la nariz un papel primordial en la gestión de mis júbilos.


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