13.4.22

103/365 Blaise Pascal



No hay más que tres clases de personas: unas que sirven a Dios, habiéndole encontrado; otras que trabajan en buscarle, sin haberlo encontrado; otras que viven sin buscarle ni haberle encontrado. Los primeros son sensatos y felices; los últimos, locos y desgraciados; los del medio, desgraciados y sensatos


Blaise Pascal, Pensamientos, 257


I

Pascal escribió que no hay hombre que difiera tanto de otro como de sí mismo en el decurso de su vida. Por eso hay días en que uno se levanta pletórico, convencido de que la vida le va a bendecir o de que todo está en su lugar y ofrecido a nuestro capricho, y acaba yendo a la cama hecho un trapo, hundido, convencido de que la vida nos atropelló o de que nada bueno pasó a beneficio propio. Días en que no eres amable, ni templado. Días en que ves a Dios en los grumos del café o al demonio en la sombra que proyectas cuando caminas. Días que el amor mismo escribe las líneas del texto y días en que no hay amor, ni nada que lejanamente se le parezca. Días en que alguien hace que tengas fe en el género humano. Días en los que uno se reconoce enteramente y días en que no hay nada que nos permita reconocernos. No hace falta ir al trayecto de una vida entera, como escribía Pascal. Basta un día, un extenso día. No es difícil que a veces uno se descarríe, desbarre, se obceque, no dé una a derechas, crea que todo el mundo está en su contra, acepta que el azar se obstina en contrariarlo o que el cosmos entero (he aquí el veneno de Coelho) conspira para que se precipite al vacío y reviente al tocar al suelo. Tampoco que concurra toda la felicidad en un momento y uno (en su humildad, en su completa y sincera modestia) encuentre la dicha, el júbilo, la gracia misma. Hoy pensé en todo eso: en la tolerancia, en la resistencia, en la claudicación a veces, en la mesura, pero no vienen esos deseos cuando se les invoca, no acuden a auxiliarte a la primera, con presteza y diligencia. Los días hacen su lento o agitado trabajo. 


II

Gustar de las dulzuras celestiales pedía a Dios el devoto Pascal al sentir el padecimiento de los males con los que lo afligía. Quería dar así conforte al espíritu comprometido por el rigor del pecado, esa levadura de la moral. No obstante, solicitaba más adelante que se le premiara con los dones de la alegría y quedase liberado para ejercer el ministerio del tiempo, que es otro fermento, tal vez émulo de lo eterno y de lo bello, sin la atadura de su escrutinio y su cómputo, del escrutinio de la luz y del reino de la sombra, pues otra vida tendría en su compañía y más completa y hermosa que ésta. Pero he aquí que el atribulado Pascal le dice al atento Dios que ninguno de sus milagros, ninguna de sus limosnas, ninguna dádiva de su corazón puro darán conformidad al alma que lo mortifica ni habrá conversión de su ánimo. No soy digno, parece decir. Entra en esta plaza rebelde que los vicios ocuparon, le solicita a Dios. Sólo Tú, insiste, podrías concederme alivio. No la común providencia servida a todos, sino la reservada a Él y con la que espera servirlo y elevar, en la espera de su abrazo, la cumbre de los días.


III

A veces lee uno a Pascal y cree ser Pascal, pero la luz no cunde en el aire ni la promisión de prodigios lo rodea y lo conforta. Por otro lado, a Pascal lo guía la fe, que es un epifanía. Se guía a través suya. Ese dulce eco de algo invisible y puro está ya fluyendo en él: lo traspasa, lo recrea, le conmina a avanzar, a ciegas incluso, tal vez irremediablemente a ciegas, con el tosco discurso del menesteroso. En la orfandad de ese apresto primero, cómo elevar una plegaria, cómo no caer en las oquedades del camino, en lo ominoso y en lo turbio. No habiendo visto uno la dulzura celestial, cómo reclamarla, con qué franqueza solicitarla, añado yo. Sordo (en su opinión) a inspiraciones divinas, Pascal transita la senda del único ruido que no percibe con la prevista nitidez que anhela: el tumulto de Dios yendo y viniendo por su carne. Conmueve tanto ese lamento que se afina el oído por si recala en su insensible arquitectura el goce de esa música, pero sólo acude la voz de los pájaros y el rumor del tiempo. No estará ahí. Tal vez ya esté dentro y en derredor únicamente percuta la melodía de los cuerpos, la tornadiza ocupación de ese armazón veleidoso y frágil, esa argamasa torpe. En lo demás, fiebre y vértigo, el loco afán de sentir la realidad y darse el arrobo de disfrutarla con más entero arrojo. Demos a la concurrencia de la fe credulidad, dirán otros, posibilidad de que irrumpa, pero no tengamos en la espera el ánimo decaído o la felicidad debilitada. Tal vez ninguna de estas consideraciones importe y todo sea tan sólo un trabajo ocioso, una licencia narrativa, una concesión a la bendita visita de la palabra. 


IV

Pascal escribió que la infelicidad del ser humano proviene de su incapacidad de estar en soledad. Acudimos al remedio que se precise, inventamos los entretenimientos que convengan: todo por no quedarnos solos, por no tener que mirar adentro y escuchar lo que quiera que por ahí digan. Es el alma, esa residencia antigua, de la que los filósofos, los sacerdotes y los poetas han contado verdades y mentiras, tramas razonables y argumentos bastardos, la que en cuanto puede se manifiesta, se hace ver, implora la atención que no le concedemos y ocupa su lugar en el mundo. Tengo un amigo que mide su felicidad por el grado de intranquilidad que tiene cuando intenta conciliar el sueño. Si tarda y la cabeza le lleva de un lugar a otro, maquinando planes para el día siguiente o revisando los planes cerrados el día difunto, se levanta malhumorado, pronostica que la jornada va a ser mala y que la resaca de esa travesía del espíritu, la de pensar y hacer que pese lo pensado, le va a pasar factura. Pensar siempre fue una actividad de riesgo. Puede uno encontrarse con lo que no espera o lo que no desea. Lo mejor es evitar esa exposición, procurar que no se dé jamás la ocasión en la que no se tenga nada que hacer y el demonio se nos arrime y nos ponga frente a nosotros mismos. Por eso hay que tener al demonio de nuestra parte, saber que podemos contar con él y que no se pondrá hostil ni nos dejará en evidencia. Un demonio privado, maleable: uno con el que despachar largas conversaciones, del que esperar que nos haga pensar y nos empuja al borde del abismo. Puede ser dios el demonio. Todos los dioses ocultan el mal, ninguno inventado por el hombre representa el bien absoluto. Ni siquiera queremos eso, el bien absoluto. Nos conformamos con un bien eventual, accesible, no demasiado insistente, que permita salir y ver la periferia, asomarse al abismo. No saber estar solos, no querer tampoco. El miedo fundamental de nuestro tiempo es la falta de voluntad para ocuparnos de nosotros mismos. Preferimos que otros rellenen el hueco que vamos dejando. Nos refugiamos en la literatura, en el parte del tiempo, en el cine, en los partidos de fútbol, en los programas de recetas de cocina, en la prensa deportiva, en los escaparates, en los gimnasios, en las clases de inglés, en los oficios de misa... Todas esas tramas, grandes o pequeñas, verosímiles o no, amenas o aburridas, cubren cierta necesidad primaria de información o de placer , pero solventa el problema de fondo, el de no querer mirar adentro, el asunto de la soledad, la no deseada, la que acude sin ser llamada, la que obstruye, la que cercena, la que duele. Luego está la otra, bien se sabe, la soledad anhelada, la que no obstruye, ni cercena, ni duele, sino que conforta, alivia, alimenta, la sonora, que dijo alguien, la que nos arroja a la sombra que vamos dejando o al espejo, pero ah la felicidad de estar solo a sabiendas, de no precisar injerencia externa, de no necesitar de nadie. Ah del regreso, ah del placer de buscar más tarde con quien compartir ese gozo solitario y decir qué vimos en el pasaje, qué bendito gozo tuvimos al internarnos en él y recorrerlo sin compañía. No sé por qué, pero de pronto me he acordado de unos cuadros de Hopper.


V

Ayer estuve casi toda la tarde pensando qué clase de persona soy. Si ya he encontrado a Dios, si trabajo en buscarlo o si no lo busco con más denuedo. Convencido de que no alcanzaría una respuesta que me contentara enteramente, opté por entretener la tarde con asuntos que no requiriesen demasiado empeño. A veces cae uno en la cuenta de que el tiempo, al fijarnos en él, es cuando cobra verdadera importancia o cuando exhibe su dimensión trágica. Por eso es mejor no pensar, no ahondar, no exponernos al espectáculo miserable del interior. Conozco gente que disfruta enormemente de la vida sin pensar en demasía en ella y quien, bien al contrario, se la amarga porque no deja de pensarla, de considerar a cada momento en si ha encontrado a Dios o si lo busco afanosamente o les es ajeno. Nos creemos en posesión de alguna verdad inasible, de escaso afecto por manifestarse, que solo prorrumpe si se alcanza cierto estado, una de esas epifanías (no tiene que concurrir el alcohol para abrazarla) con las que nos sentimos congraciados con la vida y con nosotros mismos. Pascal está con nosotros.


VI

Uno a veces hace de Pascal en privado, por si no cuaja el nuevo traje y se me pilla en un descuido, en un roto. Como Pascal era muy de pensar en Dios, por hacer de Pascal una tarde de martes santo, me puse a ello. No es la primera vez, pero sí la primera convertido en él, el Pascal privado. Son largos los días y hay tiempo para estas cogitaciones del alma sensible, nada que marque, se pueden abandonar con la misma ilusión con las que las acometimos. Convencido de que no alcanzaría una respuesta que me contentara, opté por amenizar la tarde con asuntos que no requiriesen demasiado empeño y me puse a ordenar los discos. Andan siempre en el caos, no sé nunca dónde anda lo que quiere escuchar, es la misma historia de todos los veranos. A veces cae uno en la cuenta de que el tiempo, al fijarnos en él, es cuando cobra verdadera importancia o cuando exhibe su dimensión trágica. Por eso es mejor no pensar, no ahondar, no exponernos al espectáculo miserable del interior. De ahí lo de ordenar los discos o limpiar la casa. Adoro las tareas mecánicas, dan el alivio que muchas veces no procuran las de peso, las importantes en apariencia. La vida no debe ser pensada, me dijo K. Cuanto más cae uno en ella, más nos hiere.


VII

A Pascal lo invitaría  a una ronda de cañas por Villafranca. Hace un buen día, aunque principie lluvia, se pueden pasear las calles e ir de bares. No sé si en el tiempo de Pascal la gente iba de bares. Creo que sería un rato instructivo, ahora que el frío ha remitido y se está más o menos bien en las calles. Tengo amigos que hacen las veces de Pascal en las barras de los bares. Nos enfrascamos en una metafísica de rango etílico que nos reconforta considerablemente. Nos creemos en posesión de alguna verdad inasible, de escaso afecto por manifestarse, que solo prorrumpe si se alcanza cierto estado más o menos espirituoso, una de esas epifanías (no tiene que concurrir el alcohol para abrazarla, pero se acepta su concurso) con las que nos sentimos congraciados con la vida y con nosotros mismos. Pascal está con nosotros. También Buñuel. Vino una vez a decir que sólo lamentaba no saber que pasaría una vez que muriese, esa ignorancia de abandonar el mundo en pleno movimiento, en sus palabras. En el transcurso de una vida siempre se le concede una parte a considerar su naturaleza, lo que nos resta de ella y, sin que ese esfuerzo rinda un resultado, la mejor manera de que no nos soliviante más de la cuenta. Queremos, más que nada, vivirla sin dolor, no sentirnos rehenes del rigor con el que a veces nos trata. De ahí que filosofemos y busquemos, a nuestra manera, según el alcance de cada uno, los alivios habituales. No hay prontuario fiable, ninguno con el que aventurarnos. Se viene a ciegas y se deja a ciegas. Con Buñuel, ir de bares sería otra cosa. Buñuel era un ateo supersticioso, lo cual es una paradoja que no le preocupó nunca. De lo que no se tiene duda es de que vivió sin buscarlo y no se le apareció y fue sensato y feliz y loco y desgraciado, como todos. Al final, no temo contrariar a mi amigo Pascal, viene a ser lo mismo, todos andamos, a la manera de Góngora, descaminados, enfermos, peregrinos, en tenebroso noche, con pie incierto, buscando posada en donde se nos de algún tipo cobijo, aunque sea el de una buena cama y un caña con una tapa y que Dios, pendiente o desatento, haga su oficio.

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