Ilustración: Ramón Besonías
Antes de romper la casa de muñecas, Nora no era exactamente Nora. Tendría sus rasgos y la reciedumbre o la debilidad moral de Nora, su inventario de afectos o de inquinas, pero no era Nora. Un buen día decidió romper la casa de muñecas. Tardó tres actos. En los dos primeros, habría ido pensando en si hacerla añicos o dejarla en pie, pero sólo al final sabemos la resolución que tomó. Ni siquiera ella poseía toda la información. Nadie la tiene por completo nunca. Se adquiere a trompicones o a ciegas. Acude sin que se la gobierne. Se desvanece sin que se pueda oponer resistencia. Como la memoria. Como el olvido. No era demasiado lujosa la casa, ni quizá la mejor de cuantas pudieran ocupar, pero era suya. La sacrificó (entiéndase figuradamente la fiereza física de ese acto liberador) cuando asomó la mujer que andaba por ahí debajo, llevada de la mano por unos y por otros. Frágil, al principio: frágil y vulnerable, vienen los dos atributos juntos. El padre la esculpió a su entero deseo; el marido, más tarde, como una extensión suya. Uno la entrega al otro en la confianza de que acabe el trabajo. En esa consideración materialista, la hija es una propiedad, también la esposa. No tomará decisiones propias, no tendrá voluntad, procederá como corresponde a su lugar en la sociedad, obedecerá sin cuestionar, alguien moverá las cuerdas y no podrá ni siquiera marcar la danza. Será de otro el ritmo y ha de suponerse que la letra de la melodía tampoco es pertenencia ni obra suya. Así Nora (todas ellas, cuántas habrá aún) se arrogará por fin el amor a sí misma y se cumplirá (para bien o para mal) su destino. El de Nora, quién podría contradecirme, podría haber sido escritora feminista o espectadora de su sencilla soledad. Los mejores escritores no sólo son los que respetan y aman las palabras, sino los que crean un compromiso y hacen que la sociedad (la que los leen y no solo esa) prospere. También los que cuestionan las convenciones y crean expectativas. Ibsen dejó a Nora tras la puerta que terminó por cerrar y abandonar el baile que no había elegido. Tal vez lo difícil para Nora sea amarse a sí misma, no considerar amar a nadie más antes de haber encontrado el fogonazo de la pasión doméstica, la privada, la que antepone la propia antes que acometer la ajena. Hay quien no ha prendido nunca esa llama, la cree ajena, no entra en valorar la pertinencia de que no se podrá ser feliz afuera si no se es feliz dentro, pero hay quien no discute la rutina que se le ha hecho desempeñar, no elude la sumisión al padre o al marido y se desenvuelve con maravillosa naturalidad en esa trama en la que cumple un rol, quién no lo hace, al fin y al cabo. Hay varias Noras. Una es feliz, nada más abrirse el telón. Es una felicidad doméstica de navidad regalada. Nora es niña aún, aunque sea esposa y madre. Es la pobre ardilla, la pequeña alondra, el pajarillo que canta, a decir de Torvald, el esposo. Come pasteles en secreto o gasta más de la cuenta y se deja regañar. Otra Nora es desgraciada, ésa es la que acaba venciendo. Guarda un acto impuro que cometió, un delito en sí mismo, en aquella sociedad pacata y de hombres. El hecho de que falsificara la firma de su padre para un préstamo que pagara las costas de los médicos que salvaran a su marido la lastra para siempre. Extorsionada después, empujada a ver más de lo que nunca lo hizo, descubre que la convivencia en casa es cualquier cosa menos feliz. Esa otra Nora va haciéndose ver, prospera en ella la sensación de que el deshonor cubrirá a su familia. También la certeza de que Torvald no la ama: será otra a otra Nora a la que ame, no a ella. No a la abnegada y obediente, no a la Nora prevista. Siempre pensé qué fue de Nora después de dejar a Torvald y a sus tres hijos. Fascina todavía que Ibsen maquinara esa trama inusual: la de la mujer que no rompe con todo por alcanzar sus sueños amorosos, no hay romanticismo en ninguno de sus actos. Lo que hace Nora es darse una oportunidad. Es hospitalario, por primera vez en su vida probablemente, consigo misma. Todo es turbio en casa de los Helmer. Todo se sustenta con pequeñas mentiras. Todo esconde un pecado. El fin primero de Nora es proteger a los suyos; el último, protegerse ella. No se suicidó como Madame Bovary. El moralismo de Flaubert es más virulento. Ibsen es un hombre del futuro. Hizo de su Nora una heroína.
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