Las
hojas desobedecen al árbol y caen con una elegía en el aire. Son las hojas las conjuradas
en el sacrificio, súbitamente ungidas por un halo de romántica tristeza. Una
vez abandonadas en el suelo, el viento las arremolina, hace de ellas novicias
bailarinas que ejecutan una danza arcana que solo comprende el árbol de donde
proceden y del que emprendieron la trama de una fuga, una especie de
vindicación, un acta de cierre. Están muertas. Uno las pisa desavisado de todo
el bagaje de vida que atesoran, no tiene la sensibilidad del árbol, no se
espera que la tenga, tan solo las aparta juguetonamente, les da patadas; a
veces alcanza a vislumbrar una brizna de la representación sobrevenida al azar,
un poco funeraria y otro poco impregnada de una belleza inmarcesible y pura, de
vida y de muerte, como la propia, renovada sin aviso a diario, caída y apartada
sin gobierno por el rigor del viento. Está el día hermoso. Hace su oficio
antiguo.
Fotografía propia
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