23.12.23

Elogio de la consolación por la fe

Aunque contribuya vivamente, así he constatado en quienes vivamente lo declaran, lo espiritual no siempre precisa del ingrediente religioso. Concurre con su afán privado, acude sin que se precise la liturgia canónica. Lo habré dicho o lo habré escrito cien veces, pero cada vez que lo pienso, en cuanto caigo en ese detalle paradójico mío de descreimiento y de plenitud, de desasosiego y de armonía, me parece que lo pienso por primera vez. Tal vez, qué voy yo a saber, ame la metafísica. Seré una criatura muy metafísica, tendré esa inclinación hacia lo trascendente, con su pompa del pensamiento, con su blonda del alma. Quién no la tiene, quién no se preocupa de esas cosas. Querría que mi incertidumbre se ocupara de todo lo que con extrema (y dulce también) insistencia me tiene contemplativamente abierto, ofrecido a cualquier arrimo de fe que sobrevenga. Y, aun así, qué delirio el abrigarme de perpleja convalecencia, de puro escrutinio de mi voz anhelando las voces, de claridad en la estancia de lo oscuro. Hasta de distancia cuando lo que se impone es la lejanía. Se está bien en la duda. Hace que todo fluya con más alegre ánimo. Consuela la fe (eso dicen los creyentes) y también (así será) su hermoso anhelo. Fe será de igual modo, tentativas de creer, goce en lo ignoto. Aún así, no es el solsticio de invierno lo que celebramos estos días sino la Navidad. Eso quiere declarar yo ahora. 

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