5.12.23

Vituperio de la grosería



 En cierto modo, el mundo pertenece a los groseros. Poseen la habilidad de hacer valer lo que piensan sin que concursen otras habilidades de mayor fuste y genio. El grosero, aparte de mal hablado, es un mal argumentado. Cae uno en la triste cuenta de que el grosero zanja los problemas en los que está inmerso sin poner en danza otro argumento que el improperio, el escarnio, la mofa o el invicto insulto. El problema de insultar es que si el contrario accede a repelar la agresión con nuevos insultos y éstos se gangrenan es fácil recurrir a los golpes. Digamos que la naturaleza inferior (y sobre todo la naturaleza que se sabe inferior) echa mano de la grosería para vencer en el duelo dialéctico. El burdo, sobre todo si es uno de los escasos con cierta capacidad intelectual, sabe que violentar el honor ajeno, en una discusión de la que parte en desventaja o sobre la que no dispone de un argumentario más eficaz, compensa su debilidad. El mordaz, el sarcástico, el que se toma a broma la discusión, no deja de usar maravillosos instrumentos del arte de la oratoria, pero no se rebaja al insulto, que es (entre iguales, entre contendientes con honor) un arma repudiable. Luego está la constatación brutal de que las personas que nos representan en el parlamento prefieren el insulto, la injuria, la calumnia o la ofensa antes que el manejo racional (agresivo, exaltado si encarta) de las palabras. Además el grosero no necesita estudios. Se basta con un manojo eficaz de venenos. Con los años, según las circunstancias, los administrará de una forma u otra. Los habrá buenos para una cosa, un parlamento, por ejemplo, y malos para otra, una barra de un bar lleno de parados. El grosero sabe donde exhibirse.

Está visto que el mundo pertenece también a los jodidos. Somos más los jodidos que los que joden, expresado todo con absoluta zafiedad ahora, aunque un escrutinio severo podría convencerme de lo contrario. Uno cree que el maravilloso mundo de las ideas y del progreso está en alza y que nos dirigimos a un mundo mejor. Sostiene que no es posible ir hacia atrás. Que los logros no se voltean en un día, pero he aquí, oh groseros del mundo, ah grandes prebostes de la precariedad, que es posible la marcha atrás, el regreso al lugar de donde venimos y del que dijimos no querer volver a saber nada. Lo que no sé, a estas alturas de la trama, en este punto de la travesía, si soy un pobre tan convencido de serlo que ni siquiera me siento ofendido con todo lo que está pasando. Si mi pobreza es soportable o debo librarme de ella sin tardar. Si las criaturas envenenadas, al expresar lo que sienten no estarán manifestando un estado general del pueblo, un sentir larvado, una mala leche súbitamente aireada que yo mismo aprecio en la calle, en el modo en que el pueblo soporta que lo zarandeen así y lo maltraten así y lo puteen así. Vamos de cabeza hacia la destrucción de la cortesía y del respeto. Ese momento irreversible está al caer. Una vez se asiente, cuando haga de nuestra existencia su rutina, podrán verse indicios de luz, una especie de resurrección lenta de todo lo que alguna vez pensamos que haría del mundo un lugar mejor, pero hoy no está este escribidor por ponerse del lado de la esperanza. Son malos días, son malos tiempos. 

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