2.12.23

Lo mollar

  Suele argumentarse (mal, en mi opinión) que los lectores de libros de aventuras o los espectadores de películas de acción son malos lectores o son malos espectadores porque, llevados por el interés de la recompensa inmediata, ese frenesí instantáneo, ignoran el ritmo del argumento, su trabazón interno, se saltan capítulos, líneas, escenas, todo bajo la máxima de una restitución satisfactoria que en nada beneficia al verdadero entendimiento de lo que se lee o lo que se ve. Vienen a ser como los amantes (o como cierto tipo de ellos) que van de cabeza al desempeño de lo genital (por decirlo sin brusquedades) y omiten el protocolo previo, el juego de la piel, toda esa fiesta de los sentidos tan grata y válida por sí misma. Nada de esto es tampoco ajeno al porno, género que suele consentir espectadores que aceleran el relleno accidental (digamos) para acceder al acto fundamental (valgan la rima involuntaria y el chiste fácil). En realidad, el cineasta del porno, algo de eso hay, trabaja consciente de estos vicios y acepta otra máxima: no debe haber relleno o debe haberlo en cantidades insignificantes: el usuario es el que manda en la edición, en la escritura de las escenas y, al final, tan sólo podemos observar lo esencial, la quintaesencia del género: la coreografía mecánica de los cuerpos, que cumplen a la perfección los patrones aprendidos. No aburrir, decía Howard Hawks: sobre todo no aburrir. 

A la vida le pasa lo mismo que al porno: a veces queremos que no se entretenga en lo prescindible y vaya a lo primordial, a lo mollar, que se desembarace rápido de la trama secundaria y nos ofrezca, limpia y eficaz , la ocupación primaria, la que nos hará sentir mejores o más felices. Somos malos lectores: leemos mal. También miramos descuidadamente. Vivimos mal, en ocasiones. Esperamos que llegue el instante precioso, pero desatendemos todos los demás o los miramos de reojo, como no concediéndoles la importancia que tienen. Se la negamos en la mayoría de los casos. No aburrir, no aburrirse: todo lo que nos ocurre debería entusiasmarnos. Quizá porque no va a volver a ocurrirnos de nuevo. No, al menos, de esa forma. Pero desoímos toda esta didáctica sencilla, nos agriamos, caemos en ese vicio antiguo de creer que siempre debemos ser felices y andar siempre con la sonrisa en la boca. Lo mejor lo dijo Hawks: hay que procurar no aburrir al espectador. Si llega el aburrimiento, se derrumba todo lo demás. No la felicidad, sino el arrimo de la alegría, ese sentido de lo ameno. Sencillo. Locuaz. Lírico. 

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