31.12.23
Breviario de vidas excéntricas / 51 / Perro
Acabo un cuento y lo se lo leo a mi perro. Hace mohines de aprobación. En tramos, son de vivo interés; en el nudo, cuando las circunstancias avanzan con más penoso empuje, se distrae, bizquea, hace como que busca algo con lo que amenizar el rato incómodo que le hago pasar. Es exigente y me acucia a que yo lo sea. Que yo escriba es entera causa suya. Si algún cuento le enternece, no le arredra exhibir un llanto menudo que aparta sin demora cuando lo animo y le prometo otro de más alegre compostura. Como no está facultado para la risa, menea el rabo con entusiasmo si lo que escucha le hace gracia. En mis momentos de flaqueza narrativa, al no dar con qué ocupar la página en blanco, entra en una tristeza que no tiene consuelo y se diría que pierde hasta las ganas de vivir. Lo recogí en la calle y él se desvive para agradecérmelo. Le llamo Perro. Él me llamará Hombre. Vi en sus ojos anteriores al mundo una razón para izar mi desánimo literario, vi la luz que ven los poetas, vi milagros del Concilio de Nicea cuando los apóstoles maquinaban la erección de un imperio por la fe y por la garantía de la eternidad de las almas. Es un perro agradecido. No es Perro de poesía bucólica, ni de ensayos sobre literaturas germánicas medievales. Sus preferencias son los cuentos. No se cansa si se exceden en líneas, aunque he comprobado que paladea con verdadero agrado los más cortos. Es un elegido, tiene porte de mesías, escucha música de cámara con arrobo inefable. Hago propósitos para que su vida sea placentera. Un día le paseo por los cementerios de París en donde reposan los grandes nombres de las artes. Charles Baudelaire, Marcel Proust, Edith Piaf, Jim Morrison, Honoré de Balzac, Oscar Wilde. Él les oirá y luego me contará qué dicen. Murieron locos, me dirá. Perro sabe de muertos. Yo sé entenderlo. Hemos llegado a un nivel de comunicación en el que podemos omitir la injerencia de las palabras y hasta de los gestos. Vuelvo a los muertos de París. Dejaron el mundo por iniciativa propia, le responderé yo. Morir es un acontecimiento simultáneo al de vivir. Se va uno yendo conforme va llegando. Mi perro sabe de ausencias, se lo noto. Quién sabe qué vida tuvo antes de que acompañara la mía. Espera que no decaiga mi extraordinaria capacidad para saber qué desea en cada momento. Anoche le puse un disco antiguo de blues del delta. Hoy me he demandado unos huesos de ave estinfálida. Se conmueve al escuchar el ruido de la lluvia en el alféizar de la ventana. Lo he descubierto mirando los retratos de mis padres, que presiden la chimenea. Le he contado que no fueron buenos. Bebían, Perro. Me desatendían, no supieron que tenían un hijo. Los atropelló un coche. Ella murió en el instante. A Padre lo tuve en casa hasta que decidió apagarse del todo. Hay personas que no saben estar en este mundo, le susurro. Le digo que le leía mis cuentos. Padre, ahora uno de piratas, te va a encantar. Mañana haré uno de gente que roba bancos. Él callaba. Escuchaba y callaba. A veces hacía mohines de aprobación. Reía si era de reír lo que escuchaba y hasta en alguna ocasión le vi llorar, aunque de inmediato apartaba las lágrimas y se avergonzaba por haber dejado abierta la puerta de su corazón. Murió loco, imagino. Nunca nos entendimos. Yo a Perro le entiendo. He tardado una vida entera en adquirir esa competencia de mi inteligencia, pero ahora no dejaré que desaparezca. Nos tenemos los dos.
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