27.12.23

Elogio de la melancolía

 


                                              Grabado: Melancolía I (Alberto Durero) 

Un exceso de bilis negra induce a que se esté melancólico, esa añoranza de lo que fue y no continuó o de lo que no cuajó y dura su anhelo. La propia etimología de la palabra melancolía abre ese significado brumoso, un poco gris, un poco enfermizo. Lo registró Aristóteles en su Problema XXX. Daba al desarraigo la elocuencia de lo sutil lesivo, de todo lo que sin demasiado afán nos rebaja y conduce a un estado de decaimiento. Todos los grandes hombres la padecen, añadió el filósofo. Lo de la bilis nos queda un poco lejos, sin entrar en el cromatismo que la impregne. Ahora somos melancólicos por imperativo social, por cansancio o por mera convicción sentimental. Estos días de algarabía familiar son propicios para que la melancolía irrumpa y haga residencia entre los demás humores del espíritu. El melancólico, el solipsista, se evade con pronta naturalidad. No exhibe signo que anticipe una tristeza a la que se pueda dar consuelo. Su malestar es indistinguible de sus alegrías. Puede vérsele en alborozo y, al tiempo, no descartar que su interior sea un yermo páramo sobre el que vuelan todas los pájaros del abatimiento. Las más nobles disciplinas de la inteligencia la han estudiado, considerándola inherente a lo humano. Emparejada con la depresión, difiere de ella en cuanto no termina por alborotar del todo el sustrato anímico, permitiendo que éste fluya con natural afán y quien la padece no se tenga por enfermo. Se frecuenta la idea de que el melancólico no tiene apetencia por nada, pero hay un rescoldo en ese llama que la hace no extinguirse: el del placentero vicio de entenderla, el gusto por dejarse llevar por ella y sublimar cuanto nos procura. El mismo Arte tiene en la melancolía un asidero fiable, productivo, del que hay bibliografía abundante. El creador es, ante todo, un ser melancólico. Víctor Hugo nombraba "el placer de estar triste". El Romanticismo la tomó como oriflama en sus habituales batallas sentimentales. Baudelaire cinceló su "spleen", esa vaguedad del alma, ese desasimiento, esa euforia inversa. Keats se dolía del corazón: un pesado letargo afligía sus sentidos. Camilo Sesto se ponía loco cuando la pronunciaba al declarar su estado de desenamoramiento. Stendhal era un melancólico pragmático, un tipo de ensimismamiento productivo, casi como un ser programado para las visiones interiores y el dolor que causan. Por otra parte, no pequeña ni ajena esa parte, algunos dan a la fornicación el remedio de más contundente eficacia para apartar el humor de lo triste. La afectación melancólica se encomienda al furor de la carne para que mengüe, pero ese alivio es dulce tan sólo, no determinativo. Pavese, con didáctica triste, tenía "un libidinoso gusto por el abatimiento, por el abandono, por la enervante dulzura, y una despiadada voluntad de disparo, exclusiva y tiránica, es una promesa de perenne y fecunda vida interior". En el medievo, el melancólico era el laxo de espíritu, pero los tiempos modernos (desde el Romanticismo, sitúo una fecha) el melancólico es un adalid de la más rica vida interior, un preboste de sí mismo, un iluminado que está en posesión de las virtudes del pensamiento y crea un mundo maravilloso al que algunos no sabríamos dar cuerpo si se nos encomendara construirlo. Hay que prestigiar la melancolía, fundar una feligresía de sensibles a su influjo. No habría ni que verse mucho: los pocos encuentros nos hermanarían indeleblemente, se crearían lazos sólidos, pruebas constatables de que cuanto menos contacto haya, en ese desearse sin deseo, más alto y noble será el vínculo, mayor su peso. Con todo, la melancolía es un bien al que no se le da el afecto propicio: se la tiene por un indicio de desorden o por una evidencia de que la desesperación bulle adentro suya y el que la siente ha bajado los brazos y se ha entregado al silencio o al vacío. Todas las pasiones que no han prosperado se convierten en melancolía. Hay pasiones que nacen sin futuro, duran el breve tiempo en que nos sobrecogen; otras, sin embargo, permanecen, se hacen parte de uno, ni siquiera una parte consciente. Tal vez la melancolía sea lo que de nosotros no conocemos, cuanto nos acompaña, lo que de verdad somos. 

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