Que la casa sería enorme para los dos lo supimos antes de entrar y verla en detalle. El agente inmobiliario se prodigó en atenciones, pero sobraron todas. Nos agradó esa ampulosidad, aunque por razones distintas. Ella tendría espacio para perderse. Yo para buscarla. No había que confiar en que un pasillo nos encontrara. La casa le dio a ella una felicidad nueva. Se entretenía en el oficio de mantenerla pulcra y presentable. Compartíamos una comida frugal a mediodía, antes de partir yo al trabajo. A la noche, en el regreso, la buscaba, sin éxito. La imaginaba en el sótano o en el ático. La veía en el salón haciendo punto, viendo revistas antiguas o una de esas películas románticas en blanco y negro. Fantaseaba con la posibilidad de que el azar aliviase la soledad en la que vivíamos. En ocasiones, aunque yo lo sospechaba, no cenaba. Nunca nos vinculó la cama, aunque alguna vez me confesó que yo era atento. El adjetivo no halagó mi hombría, pero tampoco necesitaba ese trato de la carne, ni me entusiasmaba conciliar el sueño a su vera. Acabamos durmiendo en habitaciones separadas. Uno tiene vicios en el sueño que no desea compartir, o eso he ido creyendo en estos años. La casa consentía que no tuviésemos que acatar las convenciones y los hábitos tan normales en otros matrimonios. Anoche quise encontrarla con más determinación que otras veces, pero, al poco rato, me rindo y dedico el tiempo encontrado en esa rendición a ver la televisión o a releer alguna novela. Una vez quise de tal modo encontrarla que abrí todas las puertas de la casa. No di con ella. Esta mañana la he visto en la planta baja. La atareaba la ropa recién cogida del patio. La oigo ahora cerca. Canturrea. Limpiar la casa es hacerla todavía más grande. Ella no lo ignora. He querido ver en estos signos de distanciamiento una evidencia de que ya no nos amamos. O de que hemos muerto y en la muerte el amor no acepta las rutinas que antaño le eran tan gratas. Me da a veces, cuando me aburro, por componer la figura de esa muerte alegórica en la que los amantes, tocándose, se pierden y, en el abrazo encontrado, se hallan y reviven. Estamos destinados a querernos así de esta forma tan quebradiza y fugaz. No hay deseo en ninguno de que esto deba preocuparnos. Ninguna voluntad hará que anticipemos el final previsible, ningún desenlace improvisado nos inquieta. Ya nos ha pasado antes y hemos salido. Quizá hayamos muerto y nadie nos ha hecho ver ese luctuoso trance. Es hermosa la certeza de que duerme en esta casa y de que, si grita o llora o se ríe, yo la oigo. Ella, por su parte, me mira con el afecto de siempre, me sonríe, me toca a veces la cara sin que yo aprecie la yema de sus dedos y me susurra al oído palabras que no confío en que nadie entienda.
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