Fuimos ángeles, rozábamos el cielo, veíamos libélulas en el humo de la hierba, teníamos la bendición de los dioses de la cosecha, sabíamos que la eternidad estaba en el sudor, en el semen, en la tormenta. Éramos flujo puro, la sustancia misma del cosmos, la sangre de las estrellas. No decíamos palabras. Las palabras eran herrumbre de las palabras. De paz y de amor estaban hechos los cuerpos. Saliva, semen, pétalos de luz. Una melodía anterior al tiempo ocupaba la tierra entera. Sublimes, enloquecidos, levantamos una iglesia que olía a peyote. Dios era un cactus. Le hablábamos con la voz de los resucitados. Letanías de la lisérgica, súbitos arrebatos de mística alcaloide. Esa emergencia del espíritu, ese cénit de la carne. Nuestra ingenuidad era de una pureza absoluta. Estábamos todos conectados. Cada uno de nosotros éramos todos los demás. Todas nuestras hermosas plegarias eran escuchadas por la piedra y por los ríos. La claridad temblaba en el solsticio del alma. Dormíamos en los caminos, íbamos desnudos, dejábamos que los huesos escribieran su horizontal lamento sin consuelo. Plenitud y gloria, incendio y escándalo. Todo el fuego antiguo con el que se construyó el paisaje. Toda la verdad del cielo. Toda la locura de los siglos. Pero nosotros éramos los heraldos de una religión de héroes. Ahora todo son ruinas que cubre con ignorancia la maleza. La sensualidad ha sido reducida a una fotografía de una chica con los pechos al aire. El esplendor de entonces ha sido transformado en un retrato sucio de barro y de vómitos. El espíritu de la concordia mudó su templanza a un loco vértigo. Ya no queda nada. Ni las volutas de oro del cáñamo. Ni el sueño feroz de la guerra queda. Somos viejos psiconautas. Algunos quedamos en el camino. Somos fantasmas. Si cerramos los ojos, la desolación desaparece. Volvemos a aquella granja de agosto de 1969. Tenemos los pies cansados. Jimi Hendrix ha subido al escenario con su banda de gitanos. Es el último en tocar. Son las ocho treinta de la mañana.
19.12.23
Bethel, Sullivan, NY, 1969
Fuimos ángeles, rozábamos el cielo, veíamos libélulas en el humo de la hierba, teníamos la bendición de los dioses de la cosecha, sabíamos que la eternidad estaba en el sudor, en el semen, en la tormenta. Éramos flujo puro, la sustancia misma del cosmos, la sangre de las estrellas. No decíamos palabras. Las palabras eran herrumbre de las palabras. De paz y de amor estaban hechos los cuerpos. Saliva, semen, pétalos de luz. Una melodía anterior al tiempo ocupaba la tierra entera. Sublimes, enloquecidos, levantamos una iglesia que olía a peyote. Dios era un cactus. Le hablábamos con la voz de los resucitados. Letanías de la lisérgica, súbitos arrebatos de mística alcaloide. Esa emergencia del espíritu, ese cénit de la carne. Nuestra ingenuidad era de una pureza absoluta. Estábamos todos conectados. Cada uno de nosotros éramos todos los demás. Todas nuestras hermosas plegarias eran escuchadas por la piedra y por los ríos. La claridad temblaba en el solsticio del alma. Dormíamos en los caminos, íbamos desnudos, dejábamos que los huesos escribieran su horizontal lamento sin consuelo. Plenitud y gloria, incendio y escándalo. Todo el fuego antiguo con el que se construyó el paisaje. Toda la verdad del cielo. Toda la locura de los siglos. Pero nosotros éramos los heraldos de una religión de héroes. Ahora todo son ruinas que cubre con ignorancia la maleza. La sensualidad ha sido reducida a una fotografía de una chica con los pechos al aire. El esplendor de entonces ha sido transformado en un retrato sucio de barro y de vómitos. El espíritu de la concordia mudó su templanza a un loco vértigo. Ya no queda nada. Ni las volutas de oro del cáñamo. Ni el sueño feroz de la guerra queda. Somos viejos psiconautas. Algunos quedamos en el camino. Somos fantasmas. Si cerramos los ojos, la desolación desaparece. Volvemos a aquella granja de agosto de 1969. Tenemos los pies cansados. Jimi Hendrix ha subido al escenario con su banda de gitanos. Es el último en tocar. Son las ocho treinta de la mañana.
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