Casiano López
Al árbol no se le ve morir, no hay un momento en que se aprecie su defunción, hay una constancia difusa, una especie de párvula evidencia en la que pueden registrarse las partes débiles, todo lo que flaquea, ese desvanecerse moroso que principia el fin. La nieve es un halago para el árbol: lo engrandece, hace que todo él cobre un vigor nuevo antes de que la savia deje de circular por los invisibles tubos leñosos para que cada minúsculo átomo de vida definitivamente emita un cese, dé con las palabras que finiquiten el glorioso flujo. Uno asiste impávido al regalo de la nieve, no tiene con qué expresar la gratitud por la imagen, por ese regalo sutil con el que la vida nos recuerda que tendremos la nieve propia, el manto póstumo con su intendencia de belleza postrera.
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