28.8.23

Elogio del trifelio

Lo normal es que cualquiera haya jugado a decir jamón y monja en voz alta repetidamente hasta no discernir si dice una o la otra, si es el jamón el objeto de la chanza lingüística o es la monja. A ese juego fonético, tan apreciado por los niños, se le llama trifelio. Con más o menos fortuna semántica, los hay en abundancia en el boscoso entramado de nuestra bendita lengua, aunque la pata del cerdo y la mujer consagrada a Dios se hayan arrogado la representación de las demás. Son de más fácil restitución los simples, que convocan dos sílabas: bronca con cabrón, bolo con lobo, carro con roca, todas genuinamente inocentes, como de aventura de niños probándose en el decir de las palabras, pero el glosario invita a que consideremos los imperfectos, en los que una letra intrusa descabalga la sencillez silábica o en los que una sílaba desobedece el patrón y conforma un baile de sonidos más complejo: hamaca con cama o labio con viola. No he dado con trifelios trisílabos, que vendrían a ser el culmen retórico. Tienen al calambur o al palíndromo como parientes más cercanos y, calzando la mitología romana, también al bifronte Jano, el dios tutelar de las puertas, de las terrenas y de las celestiales, también de los comienzos y de los finales, el de dos caras, cada una mirando en distinta dirección, una mirando a oriente y otra a poniente, teniendo de esta manera la potestad del ascenso y del descenso, de la luz y de la sombra, al hacer que compareciera el sol al alba y la luna al declinar el día. Se le invocaba al iniciarse una batalla, dejando (tal vez imprudentemente) las puertas de las casas abiertas con objeto de que la fortuna divina acudiera en ayuda de sus moradores. Ovidio, en los Fastos, da a Jano la custodia de las mismísimas puertas del cielo, así como el equilibrio del entero cosmos. El nombre del primer mes del año proviene de esa cualidad de umbral entre dos estancias: el año que concluye y el que comienza. Al ser representado, se le otorga un bastón en su mano derecha y una llave en la izquierda: uno disuade a quien no tiene permiso para entrar y la otra concede el paso a los dignos de franquear ese umbral. La tradición judeocristiana hace que Jesucristo entregue al apóstol Pedro una llave de oro y otra de plata. Esta donación simbólica referencia las que portaba Jano en una de sus manos: la de oro es el sol; la de la plata, la luna. El espíritu eterno se colige de la dorada; el terreno, de la argéntea. He aquí el alfa y el omega, lo dejado y lo por venir. La faz del pasado, al entenebrecerse con la experiencia, lucía una poblada barba de anciano; la del pasado, al contemplar el futuro, se muestra joven, con barba o sin ella, pero sin contener la ruina del tiempo. El templo en el que se le adoraba, con su nave central escoltada por doce columnas, una para cada signo zodiacal, permanecía abierto en tiempos de guerra, cerrándose en las de paz. Se le atribuía la invención del lenguaje, así como el de la arquitectura, el dinero y la navegación. En tiempos de la República, circulaban monedas con su efigie bifronte en el anverso y la precursora proa de un navío en el reverso. Las palabras cuentan lo sucedido y, tal vez, no se tendrá fiable argumento, cuentan lo que está aguardando, cabalísticamente. Sus juegos miran el pasado y escrutan el porvenir. Un niño en un patio de colegio, cuando pronuncia esas repeticiones, está repitiendo una melodía antigua, la de los dioses y la del universo. 

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