«Desde entonces, el sol y la luna y las estrellas pueden seguir tranquilamente su curso, no sé si es de día o de noche, y todo el universo desaparece ante mí».
Goethe, Las desventuras del joven Werther
En principio, a los mamíferos nos está vetada la partenogénesis, que consiste en la posibilidad de procrear sin que intermedie fecundación. Aunque sepamos que ese cortejo es química pura, seguimos reproduciendo su hermosa mecánica fluvial. Sin embargo, la prescripción de que haya varón en la comisión de la nueva vida no está en manuscrita en el genoma de algunas criaturas, que eluden comercio carnal (o cualquier otra virguería que la biología estipule para que la naturaleza prospere a su antojadizo capricho). Las hay soberanas en su perseverancia como especie y las hay inhábiles para ese milagro atentatorio (déjenme calzar el adjetivo moral) a las más elementales leyes de cierta armonía o de cierta necesidad entre los distintos. La eclosión de un ser no participa a veces de la elección de sus progenitores, también eso lo sabemos. La ciencia elude la suprema voluntad de quienes se buscan para rubricar su amor con todas las efusiones de lo carnal. La vida, en su acepción más rudimentaria, carece de poesía galante. Ni siquiera se confía a las metáforas con las que el arte ha cimentado su esplendor antiguo. Tiene la diferencia su arresto noble todavía, por fortuna. Permite la fascinación por la cópula, déjenme ahora plantar ese sustantivo deleitoso. La ciencia-ficción ha formulado instrucciones para que podamos obviar al otro y la ecuación de la existencia se despeje unívocamente. La realidad es más sutil que la ficción y hace su trabajo a destajo, censura a placer (no sé si propiamente bajo su influencia) lo inútil y reescribe sin pudor la nomenclatura de la vida No sabremos si las hormigas o los escorpiones o las cucarachas sentirán la pequeña muerte del orgasmo, si su ayuntamiento creará un vínculo amoroso o meramente placentero, si la maquinaria del universo (ella en su etéreo fluir) tendrá esa herramienta como pilar de su incansable anhelo de futuro. La dulce agonía de ese tumulto de la carne es algo contrario a cualquier disciplina de la sobriedad. Cuando la sangre se convida de gozo, en ese momento de delirio, el mundo cobra el sentido del que carece cuando los músculos manuscriben en soledad su coreografía íntima, su danza sola. La partenogénesis no inyectará a los neurotransmisores esa descarga de endorfinas, oxitocina y serotoninas que cubrirá el cerebro de una bruma confortable y que (invariablemente) crea adicción. Su efímero alboroto no tiene nada que ver con las potestades de la saludable convocatoria del amor, aunque se exalte con más ardor si es precisamente el amor hacia el otro el que lo enarbola. La mantis religiosa tuvo descendencia sin que participara el macho de la especie. Quizá interviniera la piedad y omitiera deliberadamente de su dieta la ingesta del amante una vez cumpliera sus votos carnales. También dragones de Komodo se han replicado a sí mismos. La misma biología molecular de la mosca de la fruta ha sido transformada por científicos del Reino Unido y de los Estados Unidos para que logre reproducirse sin la injerencia del macho. Se las privó de la posibilidad de aparearse y ellas se las ingeniaron para quedarse encinta. No sé si esa hermosa expresión puede aplicarse a una mosca, ahora que lo pienso. En China han dado con la edición genética definitiva y han preñado a una ratona sin colaboración de esperma. Basta modificar la química de las hélices de ADN. El hombre no emula ahora a Dios, sino que rivaliza con la propia naturaleza, que campa a su aire. El cromosoma masculino está en entredicho en estos tiempos de zozobra genética o espiritual. El padre ha muerto. Viva el padre.
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