La piel es una restitución fidedigna de la inexorable perseverancia del tiempo, un indicio de la fragilidad del cuerpo. Su declive se advierte en la cabeza, que se despoja de pelo. Las cejas, antaño tímidas, ahora audaces, cobran un vigor inédito, se encrespan, se izan a su antojadizo y ciego capricho, se erigen estandartes de una vida, quizá eso sea lo único cierto. En cierta ocasión, pensé en dejarme crecer la barba de modo agreste, sin brida que la recule y fije, como un caballo que campase a sus anchas por la agreste topografía de la cara, a su aire, con su mecánica ajena, no poseída. Deshice ese deseo un poco adolescente (el de probar, el de ver qué pensarán los demás de mis probaturas) y la refrené cuando se puso levantisca. Al hartarme de ella, la recorté (me suelo dejar barba cada año) y recompuse el aspecto, que no acababa de convencer mi pequeña cuota de vanidad estética. Me comentó K. que no fuera tan precavido, no sabiendo mucho del gusto estético de los demás, teniendo el suficiente del propio. No le atendí, imagino que venció la prudencia aprendida, la de no caer en los excesos. Así que corto mis uñas con primor, recorto mis cejas y me echo alguna crema en la cabeza, por limpiar mi calvicie del oficio del sol sobre ella. Tenemos esa idea antigua que consiste en eliminar (unos con más aplicación que otros) la erosión del tiempo. Nada más absurdo que eso, nada que nos rebaje más. Somos esa piel devastada, somos esas arrugas que nos definen por fuera. Las hay adentro. Son arrugas morales, no siempre se domeñan con igual pulso. A veces se desmandan, hacen que desbarremos, actuamos con protocolos inútiles, no decimos lo que pensamos, pareciera que nos avergüenza haber llegado a la edad que tenemos cuando debería ser a la reversa y lucirlas con arrebatado orgullo. Este soy. He llegado hasta aquí. La piel es un mapa del corazón. Él tiene también su cansancio dulce, su trasegar privado.
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