Para medir el tiempo se inventó la ausencia,
esa raya que separa en dos el mundo,
en dos los cuerpos, los días, las palabras.
(Instrumentos de medida, Alfonso Brezmes, Don de lenguas, Renacimiento, 2015)
Este ojo mío de diecinueve de agosto del año dos mil veintitrés,
este ojo como una brújula en la intimidad de la luz,
no ha visto el temblor de un pájaro en la rama de un árbol noruego,
ni el cielo romperse en el corazón del hombre,
ni el abismo abrirse en la memoria del tiempo.
El abismo se explora con los ojos cerrados.
Si los abres, el vértigo te aturde.
El cielo es un mapa del corazón.
El pájaro es un milagro del aire.
La realidad sólo la explora el aturdido,
el que mira con fe, el que lee con estupor
el libro de las revelaciones.
En el asombro, en el aturdimiento,
la realidad se ofrece más luminosamente.
La realidad, en ocasiones, informa
sobre sus extravíos y el ojo, en ese trance
que lo faculta para la transcripción exacta,
registra la caligrafía del prodigio.
En las afueras, en el margen, la realidad
establece un diálogo más hondo con el ojo:
lo zarandea, le hurga, lo seduce, lo violenta.
En cierto modo, la realidad es un obstáculo siempre.
Vivir, en ese hilo sutil de las cosas, es un riesgo.
Respirar aturde. Mirar no consuela.
El abismo es el tiempo, él lo manuscribe.
Su hondura mide nuestra ignorancia.
El corazón es el veneno y es la pócima.
Concierne al ojo descerrajar los usos de la costumbre.
La realidad carece de futuro. Está. Es. Persiste.
Mi ojo se resuelve astrolabio, se conmina a medir
la altura de los astros, la velocidad del olvido.
Al ojo no le incumbe la luz sino su ausencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario