Indexar es un verbo traicionero, puede contar lo que otro no haría. Si te indexan, hay una delación, alguien ofrece de ti lo más privado al escrutinio frívolo de los demás, hurgan en el marasmo de bits que hay debajo de la pantalla en la que deambulas, como un bosque del que buscaras la salida, como un laberinto del que trazaras un mapa. El sustantivo cómplice es algoritmo. Miradme, aquí estoy, os ofrezco mis vicios, mi pereza, mis secretos, todas mis esperanzas, podrías decir. No importa que no exista un consentimiento explícito por tu parte a que se airee lo que hiciste o lo que dejaste de hacer o que sea relevante o falto de absoluto interés lo que publicaste. Tampoco si te hace más grande o si te hunde. La máquina no tiene compasión. Se contenta con exhibirte y ni siquiera se queda para contemplar su obra. No está entre sus muchos oficios ni la piedad ni el pudor. Los motores de búsqueda se limitan a oler y a seguir el olor hasta que den con la presa. Tú eres la presa. Yo soy la presa. Y es posible que no podamos culparla de nada que nosotros mismos no hayamos fomentado. Esto mismo que escribo dejará de pertenecerme en el momento en que lo publique y lo estés leyendo. Si arremeto contra la autoridad, queda registrado. Si no arremeto, también. Si me declaro justicialista, amigo de los desvalidos, enconado activista contra los gobiernos del mundo, seré todo eso para los restos de un modo inapelable y, sobre todo, fragmentario y torpe. Porque nadie va a leer toda la novela de tu vida. Solo querrán los trozos que les convienen, los episodios en donde la carne está más a la vista. Ni derecho al olvido ni al borrado. La casa está abierta y puede entrar quien le plazca. Todo lo que opines podrá usado en tu contra. Todo lo que seas podrá ser usado en tu contra. Todo a lo que civilizadamente te inclines o a lo que amorosamente ofrezcas tu simpatía se te podrá atravesar, incomodando a quienes no se inclinaron o a quienes no simpatizan.
Estamos viviendo una época en la cual, la gente sensata, culta y bien educada debe hablar menos para no ofender a los brutos, ignorantes e incivilizados, que además, en lugar de ser humildes, son soberbios, agresivos e irrespetuosos. Lo dejó escrito Jaime Bayly y me lo manda hoy (motivos hay siempre) mi amigo Pedro. En el fondo, se trata de un problema novelístico. Interesa toda la trama. Que no haya nada tuyo que no pueda ser compartido y convertido en material narrativo. Es la pobreza de la cultura que impera la que agita estas cosas. Que hablar importune, da igual que lo hagas con mesura y uses las palabras correctas. Alguien se ofenderá, alguien se dará por aludido, alguien te señalará. Yo, tan voyeur y tan cotilla, me entretengo con la ficción de la literatura. Es la literatura la que me provee de vidas ajenas. Soy el vampiro educado. El que se cuela en la casa abierta de los libros, pero el google no es un libro, es otra cosa que excede mi limitada capacidad de análisis. Lo que no tiene google es culpa de este destrozo ético. No deja de ser un rastreador apocalíptico, uno de esos artilugios que no deja un mosquito vivo en el dormitorio en pleno verano. Su hoja de ruta no entiende de privacidades. Si lo has dejado caer, ya no es tuyo. Si tuviste la temeraria idea de que deseabas compartirlo, no podrás echarte atrás. Los datos no te los protege ni Dios en sus nubes. Dios no entiende si las libertades prevalecen sobre la privacidad. Los jueces, en sus despachos, ahí andan. Pensando. Haciendo de dioses en lo suyo. Convirtiéndose en lectores de una novela farragosa, fea en el fondo. Por lo pronto, este texto, que leerán los amigos y los casuales, me va a retratar, dirá de mí lo que quizá no considere enteramente mío. No tendré derecho. Será de todos. Estará expuesto sin que yo pueda gobernar su alcance. Te indexan, te hacen binario, te convierten en un vector, en un objeto mercantil. Porque esa es la instrucción secreta: hacernos objeto de consumo.
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