Fotografía: Jesús Ruiz, Gitanito.
Mano de Joaquín Ferrer.
(Ellos ya lo leyeron, pero hoy es otro el texto)
Uno está hecho a sus manos, ni piensa en ellas, las usa tan sólo. La historia entera del mundo reside en el manejo que les hemos encomendado. Las del pasado eran manos fértiles, manos que explicaban en qué ocupaba el tiempo quien las hacía moverse, manos que decían más que las palabras, manos que rivalizaban con el rostro en expresar el duro o el placentero transcurrir de una vida. Siempre las manos que saludan o las que mesan una barba o se cierran para disimular o aliviar el dolor o las que se frotan para combatir el frío o arrebatadas por alguna promesa de placer. También las de las caricias, las que viajan por el cuerpo de quienes amamos y buscan y escarban y hacen que gima o que se combe. Las manos que escriban el futuro serán manos más enjutas, tendrán dedos más filamentosos, dedos pensados para que percutan una tecla o para que rocen un icono en una pantalla. Estarán menos curtidos, se apreciará menos la travesía del tiempo en ellas, como si estuviesen recién estrenadas o como si las hubiésemos sometido a un lifting de esos que están de moda y alivian la apariencia (la normalidad de la apariencia) y la rebajan del rigor de los años. En ocasiones me fijo en las manos de los demás. Las miro antes de mirar la cara o, con mayor detenimiento, los ojos o el modo de andar o la sonrisa. Me pierdo en ocasiones en la cartografía del cuerpo, en la piel, que es como una memoria de la experiencia, un testigo de lo acaecido, un medidor fiable de las emociones (las físicas, las otras) que hemos vivido.
En que lo ajeno recabe más atención que lo propio, se pierde un tiempo maravilloso que bien se podría emplear en actividades de más privado provecho. En todo caso hago que mi imaginación se descarríe y conjeturo con la posibilidad de que esas manos (o un rostro o la evidencia íntegra de un cuerpo) cuenten una historia, narren (a su modo) la rutina de su dueño, si pasea mucho o no lo hace en su absoluto, si se emplea con ternura en acariciar o si están tensas porque amagan un golpe continuamente o han sufrido indecibles avatares, penurias que no han sabido disimular y se escapan en las arrugas, en todos esos pliegues que parecen estar siempre a punto de desgajarse de la piel que los mantiene y caer dramática o patéticamente al suelo. El juego que practico es baladí, no exige un método científico, no aporta nada, quizá únicamente bosqueja una distracción para cuando acaba el día y tan sólo apetece sentarse frente al teclado y hacer que los dedos (filamentosos o anchos, largos o menguados) bailen sobre las teclas y suene la música de las palabras, esa bendición. Ese es uno de los juegos en los que más advierto el peso que están tomando mis vicios, la dependencia que me han impuesto. Al final siempre se acaba hablando de las mismas cosas.
En una mano están todas las manos del mundo. Cualquiera, sin importar qué arrugada o tersa esté, si exhibe la tralla del tiempo o se ofrece espléndida y novicia, es la misma mano, la antigua mano que prendió el fuego o torció el cuello de una bestia o la que construyó las catedrales o se deslizó con ardor por la piel ajena. Adentro, donde la mano deja de serlo, si es que una mano pueda dejar de ser mano en alguna ocasión, está la memoria del tiempo y del espacio, está el ruido de las cosas que todavía no se han hecho, está el silencio de las cosas que todavía no se han pensado. Era entonces un mundo sin manos todavía. Es posible que en el inicio, en aquellos tiempos de zozobra cósmica y de quietud infinita, la mano no cupiese en el diseño de todo lo que estaba por venir. Era más lógico que antes de las manos, mucho antes de que se adueñaran del mundo, existiesen las piedras. Cuando pequeño, pensaba que el origen de todo estaba en las piedras, como si fuesen una emanación de la divinidad y anduvieran, huérfanas, solas, ocupando los campos y las ciudades, el fondo de los ríos y la cima misma de las cumbres.
No sabe uno mucho de piedras, ni de manos, pero sé que a ninguna de ellas se les ha dado el mérito que tienen. Quizá no apreciamos la piedra al modo en que apreciamos las manos. Ahora mismo, mientras tecleo, observo con detalle cómo funcionan las mías. Llevan años haciendo lo que hacen y siguen cumpliendo, aceptando lo que les ordeno, sin flaquear. Son manos dóciles, perfectas a veces, se duelen, se arquean cuando el placer las ocupa, pero no flaquean, nunca se las ve titubear, ni se esconden cuando se les exige arrimo. Una mano, cuando de verdad ceja en su brío, decae en su tarea, alerta sobre el fin de quien la posee, sobre su finiquito. De la mano, de su oficio divino, provienen todos los demás oficios. Incluso el de escribir viene de ahí. A mis alumnos les digo juguetonamente que no escribo yo cuando lleno la pizarra de palabras y de dibujos y de números: es mi mano la que escribe, ella es la que coloca las palabras y los números y los dibujos. Ella es la que decide qué palabra colocar. Vivimos de nuestras manos, da igual qué trabajo desempeñemos. Podemos usar la voz, pero es la mano la que hace gestos cuando hablamos. El ciego, el de las manos precursoras que recitó Borges el ciego, se vale de ellas para explorar el mundo. No es el mismo mundo que se ofrece a quien tiene intacta la facultad de la vista: es otro, seguro que es otro, no tiene la misma consideración sensible, no posee el mismo rango sensible. Los árboles no son siempre árboles. La luna no es siempre la luna. El azul del mar no es siempre el azul del mar. Para quien ve, no hay manera de entender qué se siente en la privación de la vista, pero no hay diferencia si son las manos las que nos faltan. En esa orfandad, carecemos de la voluntad del tacto, nos la retiran, es esa orfandad la que nos educa, con la que contamos para desentrañar la esencia de las cosas, el azar de las cosas. Recuerdo esa frase recurrente que sostiene que estamos en manos del azar. Se le ponen manos al infortunio, se le asigna el cometido de manipular, lo cual es una redundancia un poco jocosa.
No sé qué harían las manos si no manipularan. El verbo se regodea en el sustantivo que lo conforma. O es al revés. La lengua es una trampa, las palabras son una cárcel. Las manos, da igual cuáles, todas las manos son la misma arquetípica mano, buscan quién las sostenga, sólo anhelan que alguien las registre, les dé nombradía, un lugar preeminente en el escalafón de los milagros de los que tenemos constancia. Un milagro es una metáfora, una especie de falseamiento interesado de la realidad, pero hay milagros de verdad, de los que ocurren sin que intermedie los procedimientos de la ciencia. Las manos son una evidencia de la fe. Hay manos que oran. La fe es una dádiva, no se desea, no se busca, se aloja a su antojadizo capricho, no hay instrucciones para que se impregne, lo hace o se queda al margen, en la periferia, sin que importe mucho que ande por ahí, como al acecho, avisada por si un descuido permite que se cuele y prospere su catecismo de metáforas. Tampoco sé bien fe en quién o en qué. La fe es un asunto del que se ha escrito mucho, pero nada que podamos contrastar, ni pesar en una balanza fiable. Uno tiene fe en el mundo cuando ve dos manos que se entrelazan. Los dedos ensayan su coreografía impecable y encuentran otros dedos con los que fundan un mundo y escriben una historia. A veces es de amor la historia; otras, cuando no se anudan, ni se codician a la vista o en secreto, es de miedo. El miedo a no saber, que es el miedo fundamental. O el miedo a saber y no tener nada con qué combatir esa epifanía.
Hay manos terribles, manos que aprietan más de lo que está permitido; manos que aprenden a obedecer y terminan fabricando bombas. Manos que empuñan armas. Manos que violentan mujeres. Tristes, cansadas manos que tiemblan. Una mano es una declaración de intenciones. Una mano es una catedral en el aire. Una mano es la evidencia de que estamos en el buen camino. Una mano es el mapa de la sangre que la recorre. En una mano están todas las otras manos. Ninguna queda afuera, no hay mano que no esté en esa. Las manos cumplen con entusiasmo su vocación de herramienta. Ellas construyeron el mundo. Son la parte más noble de la arquitectura de nuestro noble cuerpo, el milagro de un hacedor invisible, el prodigio de una evolución inteligente.
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