A la continencia se le arroga la virtud de que corrige los desmanes del espíritu. Es sustancia honda suya y comparece con sobria frecuencia para sofocar la efusión de los apetitos. Moderar un deseo es importunar al corazón a veces. Sobrio, templado, ese espíritu alcanza cotas de más pulcra dignidad, quién duda eso. Los mecanismos fisiológicos condicionan la evacuación de los residuos orgánicos, pero los espirituales no siempre se expulsan con la misma eficacia corporal. Santo Tomás de Aquino cifraba en tres los estadios de la templanza: continencia, clemencia y modestia. San Agustín, versado en licencias pecaminosas, se abstenía de premiarla: hay quien, a sabiendas, no ejerce la virtud y cae de bruces en el pecado. Quien se arroga algún tipo de castidad, venérea o moral, aparta la pasión, que es flujo de lo vivido, deleite de los sentidos, contrayendo la obligación de perseverar en la observancia de un recato, loable y legítimo empeño, pero ah la concupiscencia, ah ese flujo del fuego del alma, ah su incontinencia sin recato, con qué lúcido oficio nos tienta, cómo embauca el tino y lo dispone a la incontinencia, que es la sublimación de todos los sentidos, la elocuencia del cuerpo cuando de pronto se reconoce y toma mando en la plaza de la vida. Adviértase que lo incontinente no sólo agita la carne, sino que manifiesta su ardor en el pensamiento, en la sintaxis del deseo, en la promiscua locuacidad de la palabra, que es el más logrado tesoro de cuantos se dispongan. El concupiscente arde adrede, podemos concluir, pero qué llama más viva, con qué entusiasmo ilumina las sombras.
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