Al parecer a Borges no le incomodó que un fotógrafo le pillara en el mingitorio de la Escuela Preparatoria de San Ildefonso, en México, en donde acababa de pronunciar una conferencia. Ciego como estaba, al escuchar el ruido del obturador al registrar la instantánea, se limitó a decir que había
un duende haciendo travesuras. El tono (a decir del propio Cuéllar, el fotógrafo) era de complicidad por lo que se sintió autorizado a repetir varias tomas, por si alguna era verdaderamente buena. Borges debió confiar en el pudor del improvisado periodista, en su profesionalidad a la hora de difundir la toma si en ella se mostrase una intimidad demasiado explícita. En realidad, no es una imagen que tenga alguna utilidad, salvo que deseemos inmiscuirnos en la privacidad misma del escritor. No entiendo esa inclinación un poco promiscua que consiste en adentrarnos en donde no hemos sido invitados, en un cuarto de baño, en una cama o en un paseo dominical, pero es ésa la tendencia actual. Interesa conocer al autor, no tanto entender su obra. Queremos saber si Borges es aficionado al fútbol o si en casa calza zapatillas de paño o duerme en pijama historiado o en pelota picada. O si escribe nada más levantarse o cuando declina el día. Quizá no se debiera saber quién escribe, se podría eliminar la voluntad de anhelar la información periférica. Sólo leeríamos, escucharíamos la historia que otro pensó por nosotros. De alguna forma es el lector quien finalmente cierra la escritura. O no se cierra nunca, yendo más lejos. Se abre a poco que indagamos de nuevo en ella. Esa idea sería del agrado de Borges. No el Borges que evacúa la vejiga en un servicio de una escuela o el que abusa de las carnes rojas en los almuerzos o el que escucha el tango en una quinta bonaerense. Ninguno de esos borges es de nuestro interés. Nada de esa exhibición de vicios domésticos contribuye a que su obra escrita mejore o empeore, brille o flaquee. A lo que se nos enseña es a sentirnos autorizados a inmiscuirnos en esa privacidad, a requerir de quien la detenta una parte sensible o por qué no toda. Si hablo en primera persona, no negaré que en ocasiones (quizá más de las debidas) hurgo en esa intimidad, paseo sin pudor por su territorio cerrado. No es algo que se premedite, no buscamos la satisfacción espuria, un poco bastarda, sí, sino algo creativo, no sancionable: saber más de quien nos fascina, que no haya dependencia suya a la que no podamos acceder. De ahí que este Borges que orina sea relevante, se incorpore al material icónico del que ya se dispone y hasta adquiera un fuste al que no alcanzan otras imágenes oficiales, las del Borges en los pasillos de las bibliotecas o el Borges sentado en una butaca, mirando sin mirar del todo, perdido en esa bruma suya de dios en su laberinto.
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