Pensar en partir hace que estar dure más. El tiempo es una sustancia absolutamente mudable. No tiene principios. Carece por completo de la rigidez con la que en ocasiones lo imaginamos.
Hace constar uno su infatigable incertidumbre, ese no tener asiento fiable ni mayor condición que la azarosamente traída por el discurrir frágil de la vida, pero ni siquiera esa constatación repentina consuela. Se podría ignorar y avanzar con idéntico aplomo o sin aplomo alguno. Al final, todo se fía a la sensibilidad. El hecho de que se crea tener mucha tampoco contribuye a que ese discurrir progrese a entero beneficio propio. Por otra parte, no tener ninguna es posible que nos haga sufrir menos, sí, pero no es vida, no se parece en nada a lo que de verdad nos hace sentirnos vivos, partes de un algo más grande cuyo nombre o propósito desconocemos.
Carezco de solemnidad, carezco de triunfalismos, carezco de metafísica, vivo sin alardes, vivo sin trascender, me arrimo al arrobo de mí mismo, me conforto, fluctúo entre la conmiseración y el diletantismo.
Hay un francotirador en el texto, te tiene a ojo, Sigmund Freud.
Lleva La montana mágica de Thomas Mann veinte años en el mismo anaquel. Cojo el libro de cuando en cuando, le limpio el lomo, abro unas páginas, busco el pasaje en el que, en una tormenta, Hans Castorp se prenda de la pureza de la nieve y se refugia en una cabaña, en donde fantasea con la posibilidad de una felicidad que sabe imposible, pero no lo encuentro.
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