26.7.23

Quédate con nosotros, Señor, porque atardece



Álvaro Pombo sostiene que la idea del amor, como la de Dios, es una tarea imposible. A lo que recurre para armar esa idea fascinante es a la misma esencia de lo humano, que es un eterno aspirar a lo sublime, a lo trascendente, a lo que conmociona, a cuanto no precisa añadido porque está expresado con absoluta eficacia, sin fractura, entera y perdurablemente. Se dice Pombo un creyente heterodoxo, que vendrá a ser uno que tiene sus turbulencias y hace y deshace en su cabeza las palabras con las que se comunica con Él y acaba dialogando azarosamente. Nada que no haga cualquiera, se le hable a Dios o a la mujer a la que amas. Dios, como el amor, es la empresa a la que no se accede de forma voluntaria. Uno no se enamora por voluntad ni cae en el trance de la experiencia divina a capricho de su genio. No conozco a nadie que haya sido capaz de provocar esa injerencia mágica. Y hay quien se despide de este mundo sin haber conocido ni lo uno ni lo otro. Quien no encuentra a su media naranja ni a su dios verdadero y fatiga los días con sus noches sin que ese vacío lo merme. También habrá quien, en la posesión del amor y de la fe, viva en tinieblas, no comprenda su estar en el mundo y se contemple incompleto, varado, zarandeado por las duras tormentas del espíritu. Quien ande siempre alerta, extasiado no ya en el hallazgo, sino en la búsqueda, en el supremo bien de la incertidumbre. No saber, no tener, no conocer, podría decirse, y disfrutar de toda esa dulce inconsistencia del alma. Yo, descreído en todas esas sutilezas celestiales, ahí ando, en la perplejidad, en la serenidad de quien no se obceca en casi nada. En lo demás, en el amor, ufano, en esa plenitud que algunas veces, por intensa, por persistente en el tiempo, todavía asombra. No creo, como Pombo, que sean asuntos imposibles el amor y la fe. Son, en todo caso, meritorios en estos tiempos de fiebre, de vértigo, de zozobra, de inquietud. Acabado Quédate con nosotros, Señor, porque atardece, me siento un poco desvalido. Debe pasar cuando se lee algo y no se desea que acabe, pero, al tiempo, la novela de Pombo me ha resultado incómoda, dolorosa, de una ternura que las que, tras acariciar, hiere. El título es una cita del Evangelio según San Lucas. La indagación filosófica (un suicidio de un prior presentado como una muerte accidental) se adereza de prospección detectivesca, a la manera del Guillermo de Baskerville de Umberto Eco. Expone la novela una crisis de fe en ese convento trapense, que podría extrapolarse a cualquier lugar en el que alguien mire al cielo y se interrogue sobre la fe y sobre la pervivencia del espíritu. La creencia en una estancia superior del alma invita a que se desprecie la presencia pasajera del cuerpo. El mismo viejo argumento de siempre. Pombo escribe con apasionamiento. Dice con prudencia, hermosamente también, lo que los filósofos han dicho, lo que los poetas. El estricto prior, el padre Josefo, no sanciona la risa, como leímos en El nombre de la rosa: su aspiración es de un pragmatismo mayor. A lo que inclina su espíritu, lo que de él quede después de los embates de la realidad, que no es amiga de la fe, es a la obediencia, esa sencilla norma ajena al corazón, guiada más obstinadamente por la cabeza, tan alejada del alma, por otra parte. En esas paradojas, Pombo habla de Dios y del hombre. En la oscuridad, cuando todo es ciega brújula, ¿qué rumbo seguir?, ¿cómo no perderse?. San Lucas cuenta cómo Jesús no es reconocido mientras camina a la vera de sus discípulos tras la crucifixión. Tiziano, Caravaggio o Rembrandt, que recuerde, recogen la escena. Al cortar Jesús el pan de la Eucarístía cuando cenan es cuando por fin saben que ha regresado. El hecho de que no puedan reconocerlo es la premisa fundamental de toda la novela, y de ahí el título. La mística parte de una renuncia para alcanzar una plenitud. Una vez desposeídos, alcanzamos el cénit, la dicha, el todo que antes no atisbábamos. No saber cómo hay que amar a Dios es el hilo que lo corrompe todo. Jesús tenía que desaparecer para aparecer enteramente. Eso dicen las Escrituras. La misma literatura tiene ese rumor antiguo de fe: tiene que perderse y emboscarse más tarde adentro para que por fin irradie todo su esplendor. 



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