2.7.23

Elogio del románico


Para José Aroca, para Bernardo Gutiérrez, para Pedro del Espino, para Rafael Roldán, 

Monasterio de San Juan de Duero, Soria   Fotografía: Francisco Jiménez (Pasión por el Románico) 

Hay iglesias antiguas a las que se les debe el silencio. El que uno tenga y no prospere casi nunca aflora en ellas. Todo esa clausura del vértigo de afuera adquiere peso, impone un tácito comercio de quietud o de paz. Es el alma la que se arrodilla o la que se depura o la que se recama del goce inefable de lo que no es tangible y apela al lenguaje de los símbolos y de la trascendencia. El hecho de no ser ser creyente es baladí, aunque se infiere que serlo revele una pureza mayor en la contemplación, en la adquisición de esa música invisible que de pronto cala y hace asiento en el espíritu. El arte tosco y primitivo del Románico es el de los símbolos, que son portadores de un significado oculto para la apariencia de un significado visible. Lo que no es accesible por la razón se aprehende con los sentidos. En esta pulcra y sobria reciedumbre de piedra antigua y de silencio puro los sentidos se subliman. No hace falta nada, todo se aparta, cualquier circunstancia personal se embebece. Es el tiempo el que nos habla. Pareciera que el silencio estuviese hecho del mismo tiempo, de su sustancia arcana y hudiza. Desde el ábside semicircular de la cabecera, tan firme y tan severo, parece provenir el milagro de que nos sintamos frágiles y, al tiempo, inmortales, La fe es la resolución de uno mismo frente a lo que no puede conocerse. 


            
                                                            

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