14.7.23

Elogio de la mujer fatal

 


                                    Perdición, Double indemnity, Billy Wilder, 1944

La femme fatale, la vampiresa, la chica con arrojo, impúdica, con glamour y casquivanas artes, la que desquicia al mafioso y perturba a quien se encomienda redimirla, la mala pécora criada para desquiciar la cordura ajena, podría quedar hoy en día como un vestigio del cine o de la literatura viril, fundamentada en una imagen quebrada de la mujer, comúnmente asociada a la perfidia o a la tragedia o cualquier consideración de la imaginación del hombre. Fue la Carmen de Mérimée la primera mujer fatal de la modernidad. También con anterioridad, fundacionalmente, Eva cuando tentó a Adán o Helena de Troya en el relato homérico, al provocar una guerra por despejar la rivalidad entre Menelao y Paris, los hombres necesarios en cualquiera de estas tramas. La mujer fatal estragaba a los hombres, los postraba, los hacía insensatos, peleles, a pesar de que, afuera de su hechizo, fuesen cabales en el ejercicio de su hombría, firmes en la aplicación de la fuerza o hasta violentos. Quienes las aman, se arruinan. Se les atribuye el mal, se las cree portadoras de su semilla. También esa idea (tan incorrecta, tan de entonces) ha ido corrigiéndose, adaptándose a los tiempos, hasta quedar en un constructo moral de una época acabada, pero felizmente adictiva para la literatura. Las mujeres fatales, casi invariablemente, sobreviven, prosperan en su maldición, alcanzan una cierta maestría en el oficio de descalabrar vidas ejemplares (las de los pobres maridos tentados por la fatalidad de la carne) o ridiculizar las ya descalabradas de toda esa nómina de hampones y gente de mal vivir que las rondaban. Da igual que sean curvilíneas y rotundas, rubias, morenas, altas o pequeñas. El estereotipo, forjado en la segunda mitad del XIX y estilizado en la primera del XX, es, más que otra cosa, punción erótica, sublimación del deseo. Todo tal vez provenga de Pandora de Hesíodo, la primera mujer, la creada por mandato de Zeus con el concurso de todos los demás dioses. Ella, por curiosa, al abrir la jarra que se advirtió no abrir, desató todos los males, los esparció por el mundo, quedando la esperanza en el fondo del recipiente, como alivio de la bondad por venir, como evidencia de la maldición recién desperdigada. Los clásicos se dejaron fascinar por esa concupiscencia y crearon un género en sí mismo, el de la feminidad malvada, que retoma con inusitado ensañamiento el discurso evangélico. Los pasajes bíblicos en los que encontramos mujeres fatales rivaliza con toda la literatura negra. La sociedad patriarcal se resquebraja cuando irrumpen estas damas soberanas de sí mismas, no condescendientes, ni sumisas, sino altivas, independientes, dañinas, manipuladoras, conscientes de las artes de la seducción para rebajar o vejar o cancelar la supremacía de lo masculino. No eran esposas, no eran madres, no obedecían el canon habitual: eran la tentación, eran el pecado. Habría que hacer una puntualización: toda esa reprobable moralidad que se les atribuía procedía de la escritura de un hombre. Ellos ejercen el mando, paradójicamente. Su origen es mitológico o religioso; su maldad es terrena. La perdición a la que conducen el alma de quienes las adoran está en la propia esencia del amor o del apasionamiento amoroso, más atinadamente expresado. Todas serían, al cabo, víctimas y ellos serían, con más o menos fortuna, redentores, pequeñas o grandes piezas de un tablero de la vida. Representan lo prohibido, personifican la sublimación del deseo. Detrás puede estar la misoginia o ese temor masculino a descubrirse frágil, sucumbible a los encantos del sexo. El hombre puede ser bondadoso, cándido, de una humanidad espléndida, pero un perfume o una mirada de mujer la hace perder el sentido, literalmente. 


El repertorio puede ampliarse hasta retorcer el diccionario y extraer toda la morralla semántica, la abundante oferta de adjetivos, el colocón superlativo de nombres que rivalizan en lo sórdido, en lo despreciativo, pero a mí me gusta eso de mujer fatal. El fatalismo, como cosa de tragedia griega, da más juego, libera más adrenalina. La felicidad, el bienestar, la burguesa sensación de que todo está bien hecho y todo está ahí para darnos placer y procurarnos arrobo fascina menos: la felicidad absoluta, incluso una precaria, no se deja enfangar, no permite callejones oscuros, pesquisas a medianoche, cadáveres con mucho plomo en el bazo y jazz con sordina para coronar la tensión dramática. La mujer fatal no es patrimonio exclusivo del noir, ni siquiera del cine, que adquiere su narrativa de la literatura, de la música, de cualquier manifestación artística desde las totémicas féminas que ilustraban las cavernas. El bendito blues ahoga sus penas en whisky, levanta altares a Dios, aunque el alma se haya quedado en un cruce de caminos, y predice que será una mujer la que destroce la vida de un hombre. Lo hace lastimosa y visceralmente. El cine negro también precisa de esa lírica esplendente, sucia en su concepto, pero de una hermosura tangible, agazapada en la herrumbre, contagiada de ese blanco y negro espiritual y áspero, coreografía cromática de cientos de historias inevitablemente humanas. Ya lo cantaba James Brown: éste es un mundo de hombres. Pero lo gobiernan las féminas. El cine negro abunda en hembras de escaso afecto a que las rediman, tristes muchas, interesadamente descritas para que el mal no venza, no se constituya como patrón de ningún ideario moral, con cara de ángel y alma empozoñada, supervivientes de un mundo masculino que las engalana, las usa y las arrumba al olvido. Objetos portátiles de placer furtivo, mujeres adelantadas a su tiempo, mujeres liberadas del yugo macho. Glamour, escotes generosos, faldas ceñidas, humo de tabaco: ésta es la iconografía perfecta. El amable lector puede pensar en Ava Gardner, Barbara Stanwyck, Lauren Bacall, Veronica Lake, Clara Bow, Mary Astor, Gloria Grahame, Joan Bennett, Jean Simmons, Joan Crawford, Rita Hayworth, Mary Astor, Veronica Lake o Lana Turner en la época clásica del género (años 40 a finales de los cincuenta), pero más recientemente no podemos ignorar a Jessica Lange, Sharon Stone, Kathleen Turner, Kim Basinger o Scarlett Johannson. Alguna, de forma no consciente, no ha sido nombrada, seguro. Femmes fatales que no precisan armas de ningún calibre para anular la voluntad ajena. Es el cuerpo el acicate, el señuelo, la pieza codiciada por la que los hombres arriesgan su vida, su fortuna y su moral. Suelen perder. Lo pierden todo y, en la mayoría de los casos, ni siquiera consiguen triunfar, llevarse la pieza al terreno propio. La mujer fatal desgracia la prudencia de los hombres talluditos, que arriesgan una vida conyugal sana por los encantos de sus preciadísimas ninfas. Todos estos hombres se saben perdidos, consienten la ruina, pero hocican su porvenir y hasta su vida por conseguirlas, por encamarlas, por ejercer la seducción o por dejarse arrastrar por las circunstancias, siempre tan destructoras, tan terribles. 


Casi olvido decir que las mujeres del cine negro no tienen escrúpulos, son malas, harpías de baja extracción social que, una vez han olisqueado los divanes con cojines de seda y el burbujeo ocioso del champán, harán lo que haga falta hacer para no perder ese divismo, ese status de golfa ejecutiva que transforma un hombre íntegro, un hombre hecho y derecho, responsable, ciudadano ejemplar y marido perfecto, padre amantísmo y todo lo que deseemos aportar a la cazuela de bondades en un muñeco, en un descarriado. Claro que para mujeres fatales no necesitamos quedarnos en el olimpo del cine negro. Cito a Lolita, mi Lo-li-ta, la nínfula (Nabokov dixit) absoluta, la perdición de todo hombre lo suficientemente quebrantable y lo bastante gilipollas como para suponer que va a acabar dominando a la diablesa que ha ocupado (cegado, cementado) su cordura. Su fatalidad rivaliza con todas las demás. Su peligro también. Más: Bette Davis es mi favorita, es la mala por antonomasia, pero su perfil es más de psicodrama de mesa camilla, de pérfida máquina de destrozar vidas sin necesitar (madre natura tiene sus limitaciones) encantos, curvas, escotes, piernas o labios. Tampoco precisó de nada de esto la señora Danvers, aquella ama de llaves maléfica de Manderley, de encantos físicos irreconocibles, pero celosa de la memoria de su dueña y obstinada en impedir que ninguna advenediza (Joan Fontaine) ocupe el corazón de la casa. Pero Hitchcock era un maestro y dominaba a la perfección el arte de malgastar el encanto de las mujeres a base de mala leche y mohines torcidos. La narrativa es ingente; el disfrute, colosal. Todo queda en literatura. La realidad es siempre mucho más endeble. Quedan títulos eternos para la memoria cinéfila. Nombro los que ahora tengo más cerca, algunos revisitados en estas noches de verano. He escogido los de la nómina clásica, los que conocí entonces, cuando empecé a ver cine y amar el cine, y a los que no renuncio. 


El beso mortal, Robert Aldrich, 1955

Deseos humanos, Fritz Lang, 1954

El halcón maltés, John Huston, 1941

El ángel azul, Josef von Sternberg, 1930

La dama de Shanghai, Orson Welles, 1947

Perdición, Billy Wilder, 1944

Que el cielo la juzgue, John M. Stahl, 1945

Perversidad, Fritz Lang, 1945

El cartero siempre llama dos veces, Tay Garnett, 1947

El abrazo de la muerte, Robert Siodmak, 1946

El demonio de las armas, Joseph H. Lewis, 1950

Cara de ángel, Otto Preminger, 1952

Los sobornados, Fritz Lang, 1953

Forajidos, Robert Siodmak, 1946

Alama en suplicio, Michael Curtiz, 1945

La jungla de asfalto, John Huston, 1950


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