De entrada, ante de entrar en pormenores, declaro no saber retrasar una pierna y apoyarla en una superficie elevada respecto a la pierna que se sustenta en el suelo. Mi rodilla debe quedar por encima del tobillo al bajar y al subir, se me dice, pero mi cabeza no procesa la encomienda y entra en una especie de pánico gravitacional que se refuerza cuando me aplico en el ejercicio y compruebo que las órdenes que envía mi cerebro no coinciden con la pleitesía de mis atribulados músculos. Otro asunto a considerar es el peso con el que ocupo mis manos para que el ejercicio rinda satisfactoriamente. Elijo mancuernas de ocho kilos y empiezo a hacer cábalas sobre la conveniencia de mi osadía. Las de seis me parecen livianas. Las de cuatro, inexistentes. Desapruebo tajantemente que un beneficio a mi cadera afecte a mi armonía espiritual, pero acato y procedo. Al fin y al cabo, he acudido al gimnasio por voluntad propia. Erguirme y no perder la compostura me supone un esfuerzo tan grande que opto por desechar la composición plástica y dar cuartel a la dignidad moral. No tengo una relación fluida con mi cuádriceps, por lo que barajo la posibilidad de desatenderlo y centrarme en la cerveza que me voy a tomar cuando llegue a casa. Esa idea me depara un momento sublime en el fragor de la sesión que se mantiene con inusitado empeño. Sobra añadir que mis glúteos no han sido preocupación alguna en el tiempo en que llevo trasegando con ellos, pero una vocecita interior me susurra que tal vez convenga empezar a procurarles atención , por si la vejez acude antes de tiempo, por si los excesos a los que he arrojado mi cuerpo pasan la factura prevista. Mi asombro entra en un éxtasis lingüístico cuando el preparador proclama con entusiasmo que vamos a trabajar los oblicuos. Cuando se los palpa, descubro que están en la región abdominal. Como si fuese una coreografía, me animo a no defraudarlo y, al tiempo, a no perderme en el aprendizaje de la nomenclatura de nuestra bendita anatomía. Así que, atento como suele, sigue de cerca mis evoluciones y no pone mala cara. Parece que me aplico, hasta le veo sonreír, como si mi denuedo mereciese un aplauso. Al acabar la serie de sentadillas búlgaras, avanzo a otra, cuyo nombre no sabré dar aquí y que, a poco que la ejerzo, me informa nuevamente de mi impericia psicomotora. No alcanzo todavía a encontrar un sentido a estas rutinas en las que mis trapecios, deltoides, lumbares, isquios, tríceps, abdominales y bíceps deben estar pletóricos, vivos como pocas veces han estado. Hay un músculo que se llama risorio. Tengo noticia de él fortuitamente. Junto con el cigomático mayor y el menor, el orbicular y el del labio superior hacen que yo ría. Parece que el esfuerzo en sonreír es menor que el producido al llorar o al fruncir el ceño. Rodeado de cintas de correr, bicicletas, elípticas, bancos de abdominales o de dominadas, de remo u olímpico, máquinas de poleas, hago peso muerto, planchas, sentadillas, zancadas, extensión de hombros o de pectorales, levantamiento de barra, flexiones y otras variantes a las que no doy aún sitio en mi léxico. Con todo, haciendo que pesen los beneficios, he llegado a un punto de condescendiente servilismo muscular. Soy disciplinado, jamás escabullo el esfuerzo y sudo como si Dante me paseara por el río Aqueronte y el mismo infierno me mirara con su desatino térmico. Tal vez el propósito sea ese, aparte de curtirme en la semántica de los músculos. No hay sitio que ocupe con mayor provecho mis mañanas de verano. Cuando salgo, feliz y un poquito mejor que muerto, descubro los placeres de la química y me zambullo con inmejorable técnica en la piscina. Maltas y lúpulos varios me escoltan después al nirvana más puro.
19.7.23
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