Vittorio Giardino, acuarela y tinta, 1946
He debido pasar más rato del estrictamente preciso delante de esta ilustración porque cierro los ojos y la reproduzco íntegramente. Hasta percibo el calor de la siesta, ese rumor impreciso que abre los poros del alma y hace que se desee no saber o no recordar y prestarse sin más miramiento a lo que el cuerpo convenga. Si algún día dispongo de un patio en el que el sol entrevere su plenitud y permita el moteado de la luz, perlando el aire de huidizas sombras, no seré más feliz de lo que lo soy ahora, recluido en casa, halagado por la bondad de los objetos que elegimos para que la adornen, consciente de que afuera la vida bulle sin discusión, tal vez con mayor empeño que aquí adentro, pero sabedor también de que podría prescindir un tiempo prudente de lo que quiera que haya afuera, concentrado en la promesa de los libros que me faltan por leer y las películas que esperan que las vea. Por lo demás, envidio a la mujer que no parece haber tenido otra vida que la mostrada en la imagen: parece ajena a nada que pueda perturbarla, permanece con la quietud de quien no espera nada, con la esperanza de no esperar nada, con la certeza de que nada podrá separarla de la intimidad de la mesa con sus libros y de la cercanía de la botella de vino. La silla vacía es una invitación a quien mira. Querrá, sin tener conciencia de ese deseo, que alguien la acompañe. Alguien que beba con ella, que de vez en cuando interrumpa su lectura y haga un comentario frívolo sobre el mar a lo lejos o sobre el tapiz de hojas que tapa el cielo.
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