Una de esas escenas idílicas que a veces encontramos en las novelas o en las películas románticas es la de los amantes que navegan el curso de un río, en la grandeza del mar o la clausura de un lago en un bote. Él es quien normalmente rema y ella se enternece al observar el tumulto pequeño del agua y la presencia de su amado, que se engrandece a cada golpe de remo. Hablan del futuro, nombran el porvenir, confían en la pureza del amor, que los ha puesto uno frente al otro y los mece con el candor de lo que todavía no ha sido derrotado, de todo cuanto permanece al margen del rigor de la tierra firme. Arriba, el cielo limpio, su azul sin romper; abajo, la perseverancia del agua, su infatigable recado de avanzar. Todo alrededor es quietud, canta Rick Davies. Le dice a ella que es la razón por la que nació, que las estaciones los contemplarán, que su vida solitaria ha acabado, que si los dos creen el tiempo creerá en ellos. Hay cosas que se dicen si uno coge un bote en domingo y navega con quien ama. La vida, al cabo, no es otra cosa. Ojalá fuese únicamente bogar.
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