Creo que la palabra de reciente aprendizaje que más adoro es dopamina. Sin que entre en juego su mecánica de enlaces, las neuronas quedarían en páramos yermos, en eriales baldíos, en seca sublimación de lo roto. Tiene esta molécula la encomienda de trenzar una vasta red de puentes que, en el marasmo fluvial de nuestra cabeza, permiten que la metáfora idílica del agua como alfabeto de la vida discurra con entero éxito y podamos sentir placer, coordinar movimientos, evacuar los malos humores, invitar a los felices, regular los ciclos del sueño, exigirle al tálamo que sus receptores no censuren la chispa de la creatividad, recabar picos de euforia cuando la realidad nos entusiasme, estimular la memoria, controlar el peso, activa la sensación de bienestar, lubrica el sistema límbico y favorece la adicción a sentirnos bien con nosotros mismos. Hace la dopamina lo que el barman profesional cuando combina todos esos licores para preparar un coctel imbatible. Su trabajo es incansable. No hay manera de expresar la gratitud por la eficacia que manifiesta. Enciende la luz cuando la claridad se entenebrece. Se las entiende la dopamina a las mil maravillas con otras moléculas de su gremio. Se turnan en aplicar su alquimia, se alían si la efusión de uno no cubre la reparación de un daño. Seguro que hay zonas comunes en su trenzado atómico para que el ánimo no decaiga irremediablemente. Ellas buscan los antídotos, ellas ordenan la casa. Se da por sentado que no hemos sido educados para soportar el dolor. También que estamos hechos para ser felices. Prevalece la idea de que debemos estar continuamente motivados. De ahí que esta sociedad nuestra sea la de la dopamina, se me ocurre. Trabaja a destajo, no incurre en desmayos, ni se le ocurre flaquear, no permitimos que se arredre, ni que se haga la remolona y se acostumbre a no dar de sí a tope. A ella se le encomienda que reine soberanamente. Nos alegramos con anticipación al sospechar que algo bueno va a pasarnos o irrumpimos en risas o en llanto cuando las grandes expectativas que nos hemos creado han sido favorables. La tristeza la mengua. La recompensa consiste en reemplazar ese estado de decadencia por otro estimulante. Un dolor se desvanece cuando aparece otro más intenso, reza el refranero popular. La serotonina, otro benefactor contrastado, mejora la concentración, rebaja el estrés, crea serenidad en situaciones complicadas, estimula el optimismo, potencia la autoestima. La oxitocina es la molécula de la gratificación por antonomasia: interviene en el enamoramiento, en el orgasmo, en el mismo amor maternal. La endorfina, proteínas de estructura química similar a la morfina, alivia el dolor, elimina el malestar, modula el apetito y actúa al modo en que los hacen los opiáceos, aunque no se pague factura alguna por su abuso. El cansancio producido tras practicar algún deporte la libera. Ese subidón de alegría es cosa suya. La adrenalina dispara la presión sanguínea, acelera el ritmo cardiaco, aumenta el caudal de oxígeno en el sistema circulatorio, dilata las pupilas, aguza los sentidos y, en última instancia, le pide al cuerpo entero que esté alerta y reaccione cuando se comprometa su bienestar.
En cierto sentido, todas estas moléculas vivíficas son alucinógenos puros. La percepción, primero, y el manejo de la realidad, más tarde, son su campo de acción exclusivo. No hace falta a veces un estímulo externo para que la notoria y proverbial profesionalidad de los enlaces neuronales no cumplan su cometido. Se nos agita el corazón cuando pensamos en alguien a quien amamos, nublamos la vista cuando una pieza musical nos eleva al éxtasis puro de la sensibilidad, nos embaucamos a nosotros mismos para que toda esa irrupción de experiencias nos alegren o nos enternezcan o nos conmocionen o nos tranquilicen o nos salven. No es patrimonio humano esta colección de recursos sinápticos: una hormiga reacciona con idéntico ardor, aunque no sepa quién es Bach ni un primer trago de cerveza bien fría en un tórrido mediodía cordobés la transporte a un paraíso indescriptible de bienestar y pura armonía. Ese buche inicial, promesa de otros, sacia y conforta, eleva el espíritu, zanja los pesares, rebaja o elimina esa comezón del ánimo que, en ocasiones, desarbola el resto de las funciones primordiales del cuerpo y lo sume en un estado melancólico o irritable o, las más de las veces, sencillamente insatisfecho. Podemos reemplazar la ingesta de la bendita cerveza por el juego del galanteo amoroso o por la plenitud del sabor de una comida que nos entusiasme o por la indescriptible sensación de armonía ocurrida en ese momento entre la vigilia y el sueño, cuando los neurotransmisores están desconectando unos enchufes y conectando otros. Que uno carezca de la formación académica adecuada para explayarse con mayor hondura en estos asuntos científicos no debería ser obstáculo para que lo fundamental esté aquí expresado: somos química, aunque a alguien le moleste esa concreción tan severa. Nuestro cerebro es el prodigioso artefacto que hace posible el paraíso o el infierno. Hay ocasiones en que las moléculas no encuentran modo de otorgarnos la solicitud que se les requiere. Incluso nos entregan a su antojadizo capricho las sensaciones indeseables. Puede ser voluptuoso o condenadamente frío. Ahora se me ocurre, no seré el primero, que la gente de la que nos rodeamos, a la que concedemos nuestro tiempo y ellos nos regalan el preciado suyo, toda esa gente con la que estamos bien o, más enriquecedoramente, amamos, tendrán un mapa neuronal afín al nuestro. La toma de decisiones que gobierna la existencia no será obra exclusiva de la arquitectura molecular que cada uno posea. Ellas querrán el refuerzo inmediato, no el demorado: su primera inclinación será la de hacernos desear una cerveza con toda el alma o abrazar a alguien hasta que nos duelan los brazos o dormir diez horas cuando la vigilia se hace difícil de sobrellevar o besar con delincuente lascivia los labios de la persona a la que hemos concedido la primorosa atención de todos nuestros sentidos. Seremos química, quién podría negarlo, mas química enamorada.
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