7.7.23

Elogio de la atención

 Se tiene oído para lo que se quiere, se hace uno el sordo a conveniencia, es fácil, no requiere esfuerzo apenas. Se hace por no estar demasiado al tanto o por escabullirse en lo posible y no tener que dar respuestas después, cuando se cuenta con nosotros y se sabe que estamos al corriente y de que tenemos parte en la trama. Uno es sensible o no lo es, uno es voluntarioso o remiso, uno es optimista o le asalta el pesimismo. No hay nada que pueda ser considerado de un modo fiable y duradero, pero hay algunas cosas que se tienen claras y a las que nos entregamos infaliblemente, sin que nos arredren los obstáculos, sin que nos mengüe el infortunio o nos arredre el esfuerzo requerido. Lo más satisfactorio es entender que lo hecho es lo que se debía haber, poseer esa propiedad del trabajo, pero a veces se nos escatima, se birla, sin saber entonces a qué atenerse. Tal vez lo ideal sea actuar a ciegas, soldadescamente. Cuando uno obra sin percatarse del fin de su empresa, no le preocupa que se venga abajo, no le apura que su resultado no sea el esperable, no tiene convicción, no tiene tampoco remordimiento, ni nada que se le parezca a la pena o al abatimiento. Se presta atención a lo que nos conmueve, no al ruido. La atención es lo que de verdad consigue que mundo prospere. Es ella, con su riesgo, con su sacrificio, la que nos mueve a hacer lo que hacemos. De no ser por él, por el riesgo, por la posibilidad de equivocarnos, no habríamos llegado aquí. El padecimiento se alivia mejor si ignoramos qué lo causa, si seguimos mecánica o ciegamente la senda ofrecida, no la pensada, ni la elegida. 


Hoy, al tomar café en una terraza fresca, escuché a una señora bien mayor decir que deseaba la precaución, el terreno ya pisado, que no le agradaba no saber, perderse, como si se declinara el asombro, por peligroso, por traer lo desconocido, por la desolación y por el miedo a estar desamparados o a no tener asiento ni casa. Dijo: ya me he perdido bastante como para perderme más cosas. Hay vidas robadas, empujadas a donde no cuadran, vidas que avanzan con torpeza, con la impresión de que son ajenas y no se viven con la suficiente intensidad. No contribuye ese ir ciegos, ese obedecer lo que se nos consigna, aunque a veces se viva mejor no inventando, no creando, sino cumpliendo los inventos y las creaciones de los otros, los más capacitados, los envalentonados, los que no van ni a ciegas ni con torpeza, los que prestan el oído y luego interponen la lengua y escriben las reglas del juego que van a jugar los otros. Yo sé de lo hablo, pero los pensamientos de cualquiera pueden ser traducidos por quien los escucha y adaptarlos a lo suyo, a lo que le circunda y obliga y retiene. No son los mejores días: no porque incuben al mal, a la dejadez, a esa desidia sencilla que parece inocua, no porque alberguen penurias, sino porque no se les arrima atención. Habrá días mejores, pudo haber dicho la señora, días en los que uno barrunta en qué emplear su tiempo para su deleite y para el ajeno. Llegarán, se presentarán con los brazos abiertos, nos dispensarán del ruido, harán que sintamos de nuevo que tenemos un lugar en el mundo. 

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