Antes que cántico o salmo o fulgor,
la luz fue pájaro, ala de sangre primera,
pulso de vida tentando el infinito.
El vértigo es el fracaso del pájaro.
Un pájaro se desangela y desdice
cuando ocupa el tedio de una rama.
Un pájaro es la medida exacta de la ambición de Dios.
La piedra tiene nostalgia del aire.
El pájaro cree que su sombra en la piedra lo contiene.
El pájaro ignora la virtud del cielo;
el hombre, la de su contemplación.
Un pájaro es la sublimación de todas las metáforas.
Con su delicada ocupación del aire,
intimando en pureza con la luz
recién ofrecida al día, el pájaro
recobra la melodía del vuelo.
Un palimpsesto, sus alas;
un pulso obsequiado de gracia,
una tenue locura en la que se inicia y clausura un loco baile sin término ni propósito.
No sabemos por qué vuela un pájaro.
En la limpia certeza de sí mismo,
impreciso y hermoso, aletea, cimbra,
adquiere la secreta posesión de esa música sutilísima,
se concede la licencia del tiempo,
su desorden lúcido, la verdad
con la que todo reverbera y muta
y finalmente se oculta,
sobrecogido por el ruido, por el cansancio,
y escribe un milagro de una sencillez
que sobrecoge a quien lo mira.
Hoy, al abrir la ventana, un pájaro cruzó la calle.
De pronto sentí por él una especie de antigua hermandad.
El aire fue entonces extensión de sus alas.
Mis ojos trazaron la acrobacia de su fuga.
No sé si uno se contenta con estas pequeñas epifanías,
pero el día abre con más entera hermosura
si suceden.
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