Perdonad que empiece a degüello: no sé qué es la espuma de patata. Entra en lo posible que no me desagrade, caso improbable de que el azar me la sirva en un plato, si es que la espuma se sirve en platos, que tampoco lo sé, pero hay un obstáculo semántico en el asunto. La patata, al espumarse, se desangela. Igual el espumado es la condición más aristocrática del rey de los tubérculos y he aquí a este ignorante tragoncete, al Emilio de buen yantar, demostrando su falta de cintura culinaria. La alta cocina, vuelvo con cuchillo en la boca, con pañuelo a lo Rambo en la frente, me aturde considerablemente. Prefiero la austera frugalidad de la patata sin el atrezzo estrambótico de la espuma y de la deconstrucción. A mí me deconstruyen una patata y entro en un estado de catarsis contemplativa, en un marasmo metafísico que pone en duda la mecánica celeste y las leyes de Newton. Soy de placeres sencillos porque mi habilidad en lo complejo es casi nula. Admito que aprecio lo barroco, la pompa que se enseñorea y se lame en impúdico y hermoso onanismo, pero la patata me la dejan quieta. Al menos dejen en paz a la patata, señores de la alta cocina. No vaya a ser que ese noble producto de la tierra pierda su sencilla ofrenda telúrica y se convierta en un objeto encriptado, en un efímero trending topic de la cuisine digital.
Al modo en que uno es del Betis o de la cofradía de su barrio y lo exhibe a conciencia en cuanto tercia ocasión, yo soy de la patata. No se me van los ojos detrás de unas costillitas de cabrito con mozarella y endivias. No me muero por meterme entre pecho y espalda una tempura de faisán a la vinagreta con remolina de ravioli de cigala a la trufa negra. Me niego a perder los papeles delante de una gourmandise de salmón confitado. No lampo por probar una esponja de coco ahumado con caviar de mora hidrolizada. No me va el puré de trufa de verano. No tengo inclinaciones lascivas por un helado de aceite de trufa blanca con gelatina de trufa negra. No estoy dispuesto a pagar ni un euro por un trozo de higado caliente de buey con rape encebollado y caramelo de miel del Ampurdán. Por mi boca jamás entró una mini mazorquita con couscous ni bebí, extasiado, en trance, sopa de tuétano de molleja de alce al turrón salado. Me abruma pensar que me estoy comiendo un medallón de rodaballo salvaje. Y no estoy en contra de esos platos por algún tipo de cerril obcecación sin argumentario. Sé contar las razones de mi aversión. Es la palabrería la que me molesta. Ese esmerado lifting semántico que el cocinero, a medias con un poeta de reconocida sensibilidad, urden para que el plato entre al principio por el lenguaje. Hay quien se engolosina con estos retruécanos léxicos. Quien babea de gusto cuando sabe que está a punto de hincarle el tenedor a una flor de codorniz a la salsa alsaciana. Quien tiene la palabra tempura grabada a fuego en la memoria. Quien no flaquea cuando saca la visa y deja que la alta cocina, el faisán deconstruído y la patata espumada, le esquilmen el saldo a cuenta de la literatura y de ese placer indescriptible de estar comiendo cosas de otro mundo. A mí, ah lector cómplice, me sigue gustando la patata simple, mi noble patata en tortilla, en bendito puré, mis patatas fritas, asadas, hervidas, mimadas en el fuego para que aireen su aroma antiguo de tesoro precolombino.
La patata, en su humildad, alivió hambrunas; todavía ocupa la mesa del pobre y la llena. El bendito tubérculo, solanum tuberosum en su acepción científica, papa en su versión americana, tomada del quechua, fue vista por primera vez por españoles en Colombia. Así lo registra el cronista e historiador español Pedro Cieza de León en su Crónica del Perú, publicada en Sevilla en 1553. Las sequias y las perseverantes carencias en la Sevilla de entonces hizo que el ecónomo de un centro benéfico de la ciudad hiciera comprar "los nuevos tubérculos", vendidos a precios ridículos por la mala fama que traían. Dieta de soldados y de enfermos, de gente necesitada y de osados paladares, se extendió a Inglaterra y a Italia, con innegable éxito. Todavía hoy surte a quienes no pueden ocupar sus platos con viandas más costosas, que no necesariamente más provechosas. Lo demás es historia de nuestra civilización, también suculencia de nuestro privado condumio. En Polonia, hay unas empanadillas de queso y patata que se llaman pierogi que son sustento popular. La tortilla de patatas española es una bendición del mismísimo cielo. La ensaladilla rusa es símbolo de la tapa gustosa en los bares. El puré de patatas es recurso sencillo para despachar almuerzos exprés. Fritas, al vapor, rellenas, bravas, al ajillo, gratinadas al horno, a lo pobre, revueltas con huevo o a la importancia, la patata es la reina en las guarniciones: ella sola se bastaría para contentar el paladar exigente y alimentarnos con colmo, con eficacia, con sibarita sentido de la oportunidad.
Posdata:
si alguien tiene a bien contradecirme y sostiene que esos platos de alta cocina, de cocina aristocrática, depurada y minimalista, son la suma teológica del paladar alegre y del estómago agradecido, puede invitarme al restaurante que le plazca y muy a gusto debatiremos sobre estos jugosos asuntos. Afortunadamente soy un espíritu abierto y mis papilas gustativas no están adiestradas del todo y quieren, ay, novedades.
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