Menos hosca que pendón, en la dulzura semántica de lábaro, la palabra oriflama es hermosa en sí misma, sin que se infiera un significado, por la sola eufonía del vocablo. Fue un estandarte que enseñoreaba la parte estética o simbólica de una contienda, en muy cortos trazos. La oriflamne, en su francés nativo, era un estandarte de guerra que los monarcas medievales enarbolaban en el campo de batalla, más totémicamente cuando se prefiguraba que la liza iba a ser encarnizada. Enarbolada al viento, se le atribuía cierto influjo de amedrento en el ánimo enemigo. La flamma aurea, llamas doradas, aludiendo a las puntas y al bordado dorado de la tela, representaba al mismo sol, a su fuego sublime que, al ondear, parecía crepitar. Quien la portaba era dignatario de su prez y la mantenía izada sin desmayo hasta que la gloria lo abrazaba o la muerte lo cubría. Procede la oriflama del lábaro romano que, por influencia del cristianismo, abandonó el águila de Júpiter por el crismón o monograma de Cristo, que fijaba desde el griego las tres primeras letras del nombre de Jesús. Hoy en día no se prodigan las oriflamas, por suerte. Habiendo guerras, qué desgracia que continúen, no se erige ningún icono identificativo de la dignidad de los contendientes. Se observan estandartes en las procesiones, que tienen la cualidad de lo protocolario, de la herencia de la cultura antigua y del respeto a los símbolos. Ya no hay abanderados, salvo en los Juegos Olímpicos o en las paradas militares. Se eligen a personalidades con nombradía probada y no se teme que, al término de su cometido, hayan vertido una sola gota de sangre, aunque siempre cuenta quién vence y quién es derrotado. En estos tiempos sin insignias, se echan de menos que algunas prendan en donde el viento las meza. No por alentar guerras, ni por intimidar a quien se nos enfrenta, ni por cualquier razón en la que intervenga la fricción entre contrarios. Se puede desplegar por mero amor a la identidad, ese concepto en continuo examen. Las mismas banderas nacionales, aquí más que afuera, se defenestran a veces: se les atribuyen pecados que no cometieron, se magnifican los probados, se las hermana con épocas de las que no se desea saber, cuando las banderas (todas, sin excepción) sobreviven a las generaciones, no se menoscaba su apresto simbólico, no se quedan en signo de un partido o de una creencia. Hoy en día el pueblo carece de la raigambre heráldica que sustenta sus símbolos, que cimentan su cohesión, que facilitan la convivencia. El hombre se debe a sus símbolos, tiene en ellos la sustancia de su pasado, el nexo con lo por venir. Se pueden festonear o recamar de blondas y de sedas, se les puede ajustar un palo vertical (menos indicado para que ondeen) u horizontal, para procurarles con la danza al aire un simulacro de vida. A los objetos se les encomiendan a veces cometidos sentimentales. La misma ropa que usamos o el modo en que adornamos nuestras casas o trazamos el mapa de nuestras ciudades ofrece un modo de pensar, una manifestación de nuestra intimidad y de nuestros anhelos. La percepción de los símbolos informa con sutileza o con vehemencia de un proceder. Las imágenes, viene de Aristóteles la reflexión, ayudan a pensar. En estos tiempos lo icónico batalla contra lo verbal de una manera a veces cainita. Ambas herramientas (lo visual y lo alfabetizado) conducen a un mismo fin, al cabo: el de entendernos, el de presentar ciertas credenciales morales o intelectuales o emocionales y, también, el de hermanar lo que pudiera escindirse, el de contarnos qué somos y qué fuimos.
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