Entre un tonto y otro dista una cuarta, aunque uno duerma cuando el otro consagra la vigilia a pulir oficio. Un tonto auténtico reconoce a otro nada más echarle el ojo. Cosa harto frecuente, un tonto de verdad no considera tara o minusvalía su condición. Hay tontos que, en su cortedad, asisten sin evidencias de su mediocridad a la instrucción pública, no levantando sospecha entre sus tutores y hasta aprendiendo, de corrido, los afluentes del Ebro o las fechas de las batallas de más relumbrón.
Tontos con progenie abundan en demasía por lo que se colige que la estulticia no es merma a la hora de hacer la corte a una dama, si bien las excepciones son también abundantes y la estadística se cae como una baraja de naipes mal izada. Hay tontos con media docena sana de hijos a los que ponen a estudiar hasta que se licencian en Veterinaria o Literaturas Germánicas Medievales y limpian, título en ristre, el inventario académico familiar, por lo demás, escaso. Es curioso el hecho de que los vástagos no advierten el estigma paterno o lo advierten de una forma no traumática, mansa y precaria. La cultura, en ocasiones, redacta coartadas, ofrece argumentos contundentes. Eso sí, un tonto reconoce a otro nada más topárselo. No se precisa cháchara. Tampoco intimar en exceso. Basta el gesto, la mirada, el bizquear el ojo cuando una mota de polvo incómodo lo asedia. La documentación que obra en los organismos competentes no revela el caso extraordinario del tonto recuperado. En el Registro Civil o en los expedientes académicos, en las hemerotecas civiles donde se manuscribe el prolijo inventario popular y todo su vasto anverso de rumores y bulos, no constan biografías de tonto embutido en listo. El tonto gana en templanza y en serena madurez en el decurso enorme de una vida, pero no abandona el gesto, la mirada torva y pedernal, el bizquear rudimentario. Para desalojar la tontura del pensamiento, las recetas no sirven, aunque la psicología y otras ciencias del comportamiento se devanan los sesos en seminarios y en conferencias con el fin de apostar una vía para solventar estas mermas.
Dionisio Trastámara de la Hoz, poeta laureado, cronista oficial de la muy noble villa de Valsequillo de la Pedrera, provincia de Toledo o de Cuenca o de Albacete, discreto accionista de una otrora pujante empresa de sombreros, fue en su infancia tonto de singular valía que ganó a pulso nombradía, fama y cierto cariño popular por una costumbre suya que consistía en no dar un paso sin un saco imprudente echado al hombro en el que, ajustada, primorosa, minuciosamente, depositaba los guijarros del camino. A fuerza de arrastrar años enteros peso tan formidable, acabó impedido, negado a moverse sin que mil dolores pequeños no le devastasen el costillar y buena parte de la generosa espalda. Ahí, en esa manifestación del delirio y de la contemplación interior, conoció el numen, los endecasílabos, el folclor y el pasado de la gloriosa villa y se armó de esa prosa untada de leyendas y mística mariana para torcer de cuajo la opinión tallada a fuego en la memoria de sus convecinos y darles argumentos que fomentaran, sin pudor, sin compromiso, la nueva imagen de intelectual doméstico. Lo que nadie sabe – y es posible que nadie sepa nunca – es que guarda en el sótano el fruto de esos años compartidos con los caminos de Dios. No hay noche que no descienda a la infancia tras tres tramos de sinuosa escalera de madera vieja de casa con escudo heráldico y contemple, entre el extasiamiento y la iluminación letrada, los guijarros, toda la obra faraónica a la que consagró su incomprendida mocedad y su letrada edad adulta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario